Sab 3,1-9 (Lectura correspondiente a la memoria de San Maximiliano Kolbe)
Las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto; se tuvo por quebranto su salida, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz. Aunque, a juicio de los hombres, hayan sufrido castigos, su esperanza estaba llena de inmortalidad; por una corta corrección recibirán largos beneficios. Pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de sí; como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó. El día de su visita resplandecerán, y como chispas en rastrojo correrán. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos y sobre ellos el Señor reinará eternamente. Los que en él confían entenderán la verdad y los que son fieles permanecerán junto a él en el amor, porque la gracia y la misericordia son para sus santos y su visita para sus elegidos.
¡Cuán sensato es elevar los ojos a la eternidad, sabiendo que nuestra vida transcurre bajo la mirada de Dios y que sólo en él encontramos al justo Juez! Fácilmente sucede que los hombres juzgan a los demás, y a menudo no comprenden los motivos que mueven a las personas de fe o a otras.
Una persona que centra toda su vida en Dios y en la eternidad y no se entrega a los goces y placeres de este mundo suele ser incomprensible para aquellas personas que aspiran el éxito terrenal, el honor de los hombres y las cosas pasajeras del mundo. Incluso pueden llegar a juzgar a los que no viven como ellas y no comparten los mismos valores. Así, no tienen ojos para ver lo que esas personas a las que incluso desprecian son en realidad a los ojos de Dios.
Pero la verdad no permanecerá oculta. A más tardar en la eternidad todo será revelado sin el menor engaño y los ojos de los insensatos, que creían poder juzgarlo todo según su propia filosofía de vida, se abrirán y verán la realidad desde la perspectiva de Dios. Tal vez sean precisamente las personas a las que habían despreciado las que serán justificadas por Dios y cuya vida se mostrará valiosa a sus ojos, mientras que ellos mismos no emplearon para bien los talentos que el Señor les había dado y, por tanto, no podrán resistir ante Él.
Pero no hay por qué centrar la atención en estos tales, aunque sin duda la caridad cristiana nos exhorta a orar por ellos para que despierten y no tengan que comparecer sin arrepentimiento ante el Tribunal de Dios.
Nuestra mirada, en cambio, ha de centrarse en Dios, y nuestra preocupación debe ser la de cumplir conscientemente la tarea que Él nos ha encomendado. Una vida en la gracia de Dios –es decir, la vida de los justos– resplandece como el sol, ya sea que los demás lo perciban o no. Resplandece ante Dios y ante los suyos y es un gran consuelo para nuestro Padre Celestial. Ya aquí, durante su peregrinación por este mundo, los justos están en las manos de Dios y todo lo que experimentan y sufren sirve para purificarlos en el “crisol de su amor”, para que sean aceptados como oblación plenamente válida en la eternidad. En el tiempo posterior a la Venida de Cristo, diríamos que nuestro sacrificio se une al sacrificio perfecto de Cristo en la Cruz, y nuestro Padre lo acepta con complacencia.
Si ya aquí, en la tierra, nuestra vida despliega su sentido más profundo cuando vivimos en la gracia de Dios, en la eternidad se revelará en todo su esplendor. Entonces podremos contemplar a Dios, veremos nuestra vida con sus ojos y recibiremos de su mano la justa recompensa. Si hemos completado nuestra vida en la gracia de Dios, entregándonos y sirviendo a nuestro Rey, entonces él será nuestro Rey por toda la eternidad. Nunca más experimentaremos la menor tentación de apartarnos de él.
Nuestro Padre se complace en colmarnos sobreabundantemente de su amor mientras estamos en la tierra. Si abrimos de par en par nuestro corazón y confiamos en él, viviremos en la verdad y la reconoceremos cada vez más profundamente. Si nuestro amor por él se ha encendido y es alimentado día a día con todos los dones sobrenaturales que Dios nos ofrece en el camino de seguimiento de su Hijo, entonces también podremos permanecerle fieles hasta el final. Su gracia y su misericordia nos acompañarán siempre y, aunque sucumbamos a nuestras debilidades, la mano del Padre nos levantará y nos animará a continuar nuestro camino.
El santo a quien se conmemora hoy en el nuevo calendario litúrgico, San Maximiliano María Kolbe, es una de esas personas en las que la gracia de Dios se manifestó en sobreabundancia. El espíritu de fortaleza le movió a ofrecer su vida en el campo de concentración de Ausschwitz, en lugar de un padre de familia que había sido condenado a morir. ¡Con cuánta alegría lo habrá acogido el Padre Celestial en su Reino eterno y cómo lo habrá recompensado! Una vida al servicio del Señor y una muerte que glorificó a Dios… ¡Qué gracia!