1Cor 1,10-13.17
Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo os exhorto a que os pongáis de acuerdo: que no haya divisiones entre vosotros y viváis en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir. Porque los de la familia de Cloe me han contado que hay discordias entre vosotros.
Me refiero a que cada uno afirma: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo”. ¿Acaso Cristo está dividido? ¿O es que Pablo fue crucificado por vosotros? ¿O será que vosotros fuisteis bautizados en el nombre de Pablo? Porque Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar la Buena Noticia, y esto sin recurrir a la elocuencia humana, para que la cruz de Cristo no pierda su eficacia.
La falta de unidad y las divisiones entre los cristianos es un mal que ha acompañado a la Iglesia desde hace mucho tiempo y que debilita su testimonio en el mundo. Opuesta a esta realidad está la exhortación de San Pablo: “Que no haya divisiones entre vosotros y viváis en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir”. ¿Pero cómo es posible tener la misma manera de pensar y de sentir?
Esto solo puede hacerse realidad cuando las personas están unidas en un mismo Espíritu, cuando son instruidas interiormente por este Espíritu y obedecen sus directrices.
En cuanto a la unidad de los fieles en la Iglesia, se habla del ‘sensus fidei’, es decir, un sentir común de la fe. En este ‘sensus fidei’ los fieles están unidos en lo que se refiere a los contenidos esenciales de la fe, y pueden discernir cuáles cosas son acordes a la fe y cuáles no.
Sin embargo, hay que constatar con realismo que este ‘sensus fidei’ se está desvaneciendo, pues suceden muchas cosas en la Iglesia que no concuerdan con su doctrina y su recta práctica. En algunos aspectos la Iglesia está profundamente dividida. Esta fisura sólo puede producirse cuando ya no se siguen –o al menos no lo suficiente– las orientaciones del Espíritu Santo. Entonces, en lugar de escuchar la voz del Espíritu se proponen puntos de vista comunes, opiniones personales o, en el peor de los casos, aparece la ceguera provocada por el Diablo. Cuando esto sucede, las divisiones llegarán como consecuencia.
Pero no perdamos de vista que existe una unidad que surge naturalmente de la escucha común a Dios. Esta unidad significa vivir bajo la misma luz y mirarlo todo en esta luz.
Esto es muy distinto a lo que ocurre por las manipulaciones ideológicas, que también pueden crear una aparente unidad y una supuesta opinión común.
Hoy en día, la Iglesia está en busca de la plena unidad entre los cristianos, en un proceso ecuménico. Aquí hay que tomar en cuenta el ámbito teológico, el de los corazones, por así decir; y el práctico.
Ciertamente es deseable que los cristianos puedan un día hablar todos con una sola lengua, que puedan dar un testimonio conjunto de Cristo y actuar en un mismo Espíritu. Si se quitan todos los obstáculos que todavía se interponen, seguramente también será posible, a su debido tiempo, celebrar juntos la Eucaristía. ¡Pero ésta sólo puede ser la meta y no el camino!
No se pueden subestimar las dificultades en el proceso ecuménico. Mientras que con la Iglesia Ortodoxa tenemos muchos puntos en común, las diferencias con las comunidades protestantes siguen siendo bastante grandes. No se puede pasar por alto que, por ejemplo, tenemos puntos de vista muy distintos respecto a cuestiones como el aborto, la anticoncepción y la homosexualidad; de modo que podría dar la impresión de que muchos representantes oficiales del protestantismo histórico han dejado a un lado el fundamento bíblico en estas cuestiones morales básicas.
Por muy deseable que sea alcanzar una mayor unidad, no se puede dejar de considerar si actualmente la Iglesia Católica tendría la fuerza suficiente para mantener sus convicciones estando más cerca de los cristianos evangélicos, o si, por el contrario, terminaría contagiándose de las deficiencias de las otras confesiones. No podemos pasar por alto las tendencias relativistas que están difundiéndose en la Iglesia. No se puede aspirar una unión entre cristianos que ya no se cimientan en la Sagrada Escritura y en la moral que se deriva de ella. ¡Esto sólo traería confusión!
El verdadero ecumenismo debe darse en la verdad y en el amor; de lo contrario sería una obra meramente humana y no una obra del Espíritu Santo. Por tanto, se requiere prudencia. Podemos aspirar una mayor cooperación con cristianos de diversas confesiones, y más aún la unidad de los corazones en Cristo, superando los falsos prejuicios que el uno tiene del otro. Pero hay que tener cuidado de no acelerar demasiado el proceso en una falta de sobriedad espiritual, pasando por alto asuntos importantes y contrastes que deben ser resueltos.
En cuanto a nosotros, podemos rezar por la unidad de los cristianos en Cristo. ¡Este es un servicio esencial que podemos prestar a la Iglesia para superar las divisiones!