1Cor 1,26-31
Considerad, hermanos, vuestra vocación; porque no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios.
De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito: “El que se gloría, que se gloríe en el Señor”.
Para poder comprender correctamente este texto, conviene detenernos primero a reflexionar sobre la tentación del hombre a la soberbia. Incluso antes que para el hombre, había sido la tentación que hizo sucumbir a Lucifer. Éste había sido creado por Dios como un glorioso ángel. Pero él se miraba mucho a sí mismo y ya no quería deberse a Dios ni servirle. Él mismo quiso ser como Dios, quiso poseer su omnipotencia y su gloria, pero no su bondad y su amor.
El relato de la caída en el pecado original nos enseña que también el hombre fue tentado a querer ser como Dios (cf. Gen 3,5). A causa de esta seducción que Satanás presentó al hombre, éste transgredió el mandato divino, lo que trajo consigo todas las consecuencias que hasta el día de hoy padecemos.
La lectura de hoy nos muestra que Dios contrarresta esta tentación con su manera de actuar. No son en primer lugar los sabios y poderosos de este mundo a quienes les llega el anuncio del Evangelio y quienes lo acogen. Antes bien, se trata mayormente de personas sencillas: María y José, los pastores en Belén, posteriormente los apóstoles, muchos de los cuales eran simples pescadores… También en la propagación de la fe cristiana en el antiguo Imperio Romano eran frecuentemente las personas sencillas, incluso los esclavos (cf. p.ej. Fil 10-16), quienes recibían y acogían primero el anuncio del Evangelio.
El hombre tiene la tentación de querer ser grande por sí mismo, y con demasiada facilidad olvida que todo lo que tiene procede de Dios. Tal vez considera humillante reconocer esto, pues quedaría de manifiesto su absoluta dependencia. Y esta tentación frecuentemente va de la mano con lo que en nuestro tiempo se denominan “problemas de autoestima” o “problemas de valoración personal”.
Pero, ¿en qué consiste el verdadero valor de una persona?
Si nos basamos en los criterios propios del mundo, la respuesta rápida a esta pregunta sería: la formación académica, la riqueza, el poder, la belleza, la fama, etc… Si se toman todas estas cosas desligándolas de Dios –es decir, sin considerar que proceden de Él–, fácilmente se convierten en ídolos que gobiernan al hombre. Entonces, nuestro valor como personas dependerá de estos ídolos, y sólo al aspirarlos tendremos la impresión de estar correspondiendo a la gama de valores que tiene el mundo.
Pero, en realidad, nada de esto es lo que hace verdaderamente valioso al hombre. Jesús nos enseña otro parámetro, sabiendo muy bien que nosotros, los hombres, queremos ser grandes: “Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor” (Mt 20,26). La verdadera grandeza no consiste, pues, en exaltarse por encima de los demás, sino en servirles.
Pero hay algo más que determina el valor del hombre. ¡Su valor más profundo es ser amado por Dios! El hombre está llamado a vivir como hijo de Dios y a ocupar su lugar en el Reino de Dios, cooperando en que las personas hallen la verdadera felicidad y no se vuelvan dependientes de los ídolos.
En la certeza de sabernos amados por Dios se transforma nuestra actitud y nuestra visión. Porque entonces ya no consideraremos nuestra dependencia de Dios como algo doloroso y humillante, sino que la aceptamos en profunda gratitud. Aprendemos, como nos lo enseña San Agustín, a no ponernos al mismo nivel o incluso por encima de Dios, sino a someternos a Él. En la amorosa sumisión a Dios, se nos concede ser partícipes de su grandeza. En cambio, si nos embriagamos en nuestra supuesta grandeza, solamente nos encontraremos con nuestras limitaciones como creaturas. En la sumisión a Dios, aprendemos a reconocer cada vez más su amor y hallamos en él nuestro hogar. Y cuanto más reconocemos su amor y su infinita generosidad por hacernos partícipes de su gloria, tanto más le damos gracias y lo alabamos.
Con este trasfondo, nos resulta más comprensible la lectura de hoy. La “necedad del mundo” –es decir, las personas sencillas– a menudo son más receptivas a la gracia de Dios y su corazón no está tan atado a su propia supuesta grandeza, que fácilmente se cierra a la sencillez del Evangelio. Ningún hombre debe gloriarse de su propia grandeza ante Dios, pues esto no corresponde al orden de la Creación. Quien actúa así, atrae la atención de los demás hacia su propia persona, olvidando que en realidad todo cuanto tenemos y hacemos de bueno debería alabar la gloria y la bondad de Dios.
Un refrán árabe dice así: “Reconocer el orgullo en nuestro corazón es más difícil que identificar un escarabajo negro sobre una piedra negra en una noche negra”. Con el Espíritu de Dios debemos luchar contra este profundo mal, que es un obstáculo para el conocimiento de Dios y que puede incluso llevarnos a la ceguera espiritual.
En este combate pueden servirnos los siguientes puntos:
- a) Someterse a la Palabra de Dios y a todo lo que corresponde a la auténtica doctrina y práctica de la Iglesia.
- b) Agradecer al Señor cada día por todo lo que nos da.
- c) Pedirle al Espíritu Santo que nos muestre nuestro orgullo todavía escondido.
- d) Vivir nuestra vida en espíritu de servicio: servir a Dios y al prójimo. ¡Esto hará que nuestra vida sea realmente grande!