La sobriedad

1Pe 4,7-13

El final de todas las cosas está cerca. Sed, por eso, sensatos y sobrios para poder rezar. Ante todo, mantened entre vosotros una ferviente caridad, porque la caridad cubre la multitud de los pecados. Sed hospitalarios unos con otros, sin quejaros. Que cada uno ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la múltiple y variada gracia de Dios. Si uno toma la palabra, que sea de verdad palabra de Dios; si uno ejerce un ministerio, hágalo en virtud del poder que Dios le otorga, para que en todas las cosas Dios sea glorificado por Jesucristo. 

Para él es la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Queridísimos: no os extrañéis -como si fuera algo insólito- del incendio que ha prendido entre vosotros para probaros; sino alegraos, porque así como participáis en los padecimientos de Cristo, así también os llenaréis de gozo en la revelación de su gloria.

¡El final de todas las cosas está cerca! Aunque han pasado ya muchos siglos desde que San Pedro escribió estas palabras, siguen siendo actuales y son una afirmación clave para la vigilancia cristiana. Esto fue y sigue siendo un gran reto: por un lado, vivir en el mundo y, por el otro lado, estar enfocados en lo más profundo de nuestro ser en una meta futura.

Cuando el Apóstol nos exhorta a ser sensatos, se refiere a una actitud que brota precisamente de esta vigilancia, a sabiendas de que se acerca el fin de todas las cosas. Todo ha de ser colocado en su debido orden espiritual, nuestra atención ha de centrarse en lo esencial y todas las cosas secundarias han de recibir el sitio que les corresponde en esta jerarquía de valores. La sensatez no actúa espontánea y emocionalmente; sino que sopesa, reflexiona y obra conscientemente. Por tanto, está relacionada con la sobriedad que también menciona San Pedro.

La sobriedad no significa vivir sin alegría, estáticos e inflexiblemente serios. Más bien, quiere decir que no nos dejemos “embriagar”. Y no me refiero solamente al alcohol y a las drogas; sino que también podemos dejarnos embriagar por ilusiones y sueños irreales.

Incluso en la historia de la Iglesia ha surgido a veces un entusiasmo desmedido e ilusorio, y de repente los fieles que se vieron influenciados por él. Algo similar sucedió, por ejemplo, después del Concilio Vaticano II. Los entusiastas pensaban que había llegado el momento de un cambio drástico en todo, que había que abrir de par en par las puertas al mundo y adaptarse a él. Así, se hicieron todo tipo de experimentos con la liturgia; se desechó en gran medida el idioma sacro de la Iglesia, el latín; desapareció casi por completo el canto gregoriano, la música sacra propia de nuestra Iglesia Romana; la Misa Tridentina, que se había celebrado durante tantos siglos, de pronto se vio recluida a vivir entre las sombras o incluso era vista con sospecha. Todo lo que era moderno parecía haberse convertido en el futuro de la Iglesia; mientras que las expresiones tradicionales de la fe quedaron relegadas a un segundo plano.

Después de un tiempo, se hizo evidente que este entusiasmo no tenía un verdadero fundamento. La Iglesia cayó en una crisis cada vez más grande y su fuerza de atracción se vio debilitada.

El Papa Benedicto XVI trató de contrarrestar este desmedido entusiasmo, insistiendo una y otra vez en que el Concilio Vaticano II debía ser interpretado y puesto en práctica en continuidad con los anteriores Concilios. Así, la Iglesia recuperó una cierta sana sobriedad.

Por más que podamos deleitarnos en la fe y encontrar en ella una fuente de inagotable alegría, ésta debe ir siempre de la mano con la sobriedad, que armoniza nuestra experiencia interior con la Palabra de Dios y la auténtica doctrina de la Iglesia. En este contexto, también es fundamental la formación en el discernimiento de los espíritu, para poder distinguir bien si algo realmente procede del Espíritu Santo o si es producto de un desmedido entusiasmo.

En la actualidad, considero que también es esencial aplicar el discernimiento de los espíritus en la Iglesia con respecto a la así llamada “cultura de la acogida”. Bajo el pretexto de dar cabida a todos, ciertos jerarcas pretenden integrar todo tipo de agrupaciones en la vida de la Iglesia. También aquí se requiere sobriedad, para no hacer realidad simplemente las propias ideas, que incluso podrían proceder del mundo de la política; sino poner por obra las intenciones del Espíritu Santo.

Como tercer consejo, el Apóstol Pedro nos insta a orar. Nunca deberíamos omitir la oración sin causa grave. Antes bien, hemos de acostumbrar a nuestra alma a una oración regular, que nos ayudará a enraizarnos una y otra vez en el Señor.

Como consejo práctico, el Apóstol recomienda la aplicación concreta del amor fraterno. “La caridad cubre multitud de pecados”; es decir, que a través de ella podemos compensar lo que hemos desaprovechado por nuestras debilidades o reparar nuestros pecados. Esto no significa, de ningún modo, que podamos permitirnos ceder a nuestras debilidades con la intención de compensarlo después con actos de caridad. ¡Eso sería un juego!

Pero es una indicación muy valiosa, porque entonces, cuando, a pesar de nuestros esfuerzos, sucumbamos una y otra vez en determinadas debilidades, sabremos que todavía nos queda una opción (junto con la confesión) para contrarrestar nuestras faltas. ¡Entonces no nos desanimaremos!

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