1Cor 1,17-25
No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio, y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan –para nosotros- es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: “Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto?” ¿Dónde el intelectual que se ciñe a simples criterios humanos? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo, mediante su propia sabiduría, no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación.
Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina más fuerte que las personas.
Es la sabiduría de Dios la que lleva a Pablo a reconocer que, una y otra vez, hay que volver a la esencia del anuncio: El perdón de los pecados, gracias al sacrificio de Cristo en la Cruz, y el infinito amor de Dios, que resplandece eminentemente en el suceso de la Cruz. Dios mismo carga sobre sí la culpa del hombre, y le abre así el camino hacia la vida eterna, siempre y cuando éste acoja el don de la fe.
En la Cruz reside la salvación del hombre; y no en el cúmulo de conocimientos y sabiduría de este mundo. La formación académica sólo tiene valor en la medida en que se ponga al servicio de Dios y del prójimo. En cambio, si el hombre edifica sobre ella su propio valor o una posición de poder, entonces se cumplen las palabras del texto de hoy: “Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la inteligencia de los inteligentes.”
¡El mensaje de la Cruz es tan sencillo y, a la vez, tan profundo! “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3,16). Ahora nos corresponde a nosotros acoger en el corazón este mensaje y comprender en lo más profundo de nuestro ser su sentido: Dios es un Padre amoroso, que quiere conducir al hombre de regreso a casa, a pesar de todas sus faltas y de haberse apartado de Él, y le ofrece un camino que Él mismo ha preparado para nosotros en la Persona de su Hijo, que entregó su vida para salvarnos.
La sabiduría del mundo, en cambio, no comprende este abismo de amor, porque es incapaz de ir más allá de la dimensión natural de la lógica, mientras que el amor de Dios trasciende la razón humana. La sabiduría del mundo se mueve en sus propias categorías y permanece encerrada en su pensamiento, cuando pretende juzgar el actuar de Dios según sus propios criterios.
Por tanto, se requiere la luz sobrenatural de Dios para poder conocer lo más íntimo de su ser, es decir, su Corazón. En este sentido, San Pablo escribe: “El hombre puramente natural no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, porque le parece una necedad; y tampoco puede entenderlo, porque para eso se necesita un criterio espiritual.” (1Cor 2,14) A estos tales pertenecen aquellos griegos mencionados por San Pablo, que no abrieron su corazón al mensaje del Señor.
Los judíos, en cambio, piden señales. Pero, aunque las reciban, no las entienden correctamente o incluso las interpretan en otro sentido. En el peor de los casos, llegaron a decir que Jesús obraba sus señales por influencia de Satanás (cf. Lc 11,15). Esto significa que los judíos no confiaban en la automanifestación de Dios; sino que querían poner sus propias condiciones para creer, como vemos especialmente en el momento de la crucifixión: “Los príncipes de los sacerdotes se burlaban a una con los escribas y ancianos, y decían: ‘Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse. Es el Rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él’.” (Mt 27,41-42)
El mensaje de la Cruz se dirige al corazón del hombre y quiere despertar en él la fe, la fe en el amor de Dios. No se trata simplemente de un conocimiento teórico o de una prueba de la existencia de Dios; sino que es una invitación a entrar en una relación de amor con Dios.
Al hombre no le resulta fácil comprender la humildad y el amor de Dios, porque a menudo él mismo está muy lejos de esta actitud. Por eso, el Espíritu de Dios viene a nuestro auxilio, para desvelarnos el misterio de la grandeza de Dios: un Dios que se pone al servicio de los hombres, que no rehúsa Él mismo hacerse hombre, asumiendo toda la condición humana, para llamar al hombre a regresar a Él.
Cuando acogemos su invitación, también nosotros nos volvemos dispuestos a servir desinteresadamente.
El mensaje de la Cruz no debe “diluirse” con la sabiduría humana, porque en él reside la fuerza de Dios para tocar al hombre, aunque el mundo lo considere una necedad. Así, el mensaje del Evangelio, en su esencia, también puede ser transmitido por personas sumamente sencillas, como lo fueron los mismos discípulos del Señor. “Como el mundo, mediante su propia sabiduría, no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación.”