Jn 12, 44-50
En aquel tiempo, Jesús gritó diciendo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga entre tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no es capaz de guardarlas, yo no le juzgo, pues no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me rechaza y no acoge mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que yo he pronunciado lo juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo es lo que el Padre me ha dicho a mí.”
¿Cómo puede interpretarse aquella frase de que quien rechaza y no acepta las palabras del Señor “ya tiene quien le juzgue”? En este contexto, Jesús hace énfasis en que Él es el enviado del Padre y que sólo dice aquello que Él le ha mandado.
Quizá podamos entender más fácilmente estas palabras si consideramos la Palabra del Señor como una gracia especial que nos es dada a nosotros, los hombres, para darnos luz sobre Dios mismo, para instruirnos, fortalecernos y también prepararnos para el combate espiritual que todos debemos afrontar. Su Palabra es, ante todo, la verdad, puesto que Dios mismo es la Palabra, como nos enseña la fe (cf. Jn 1,1).
Ahora bien, si alguien escucha la Palabra y estaría en capacidad de acogerla, pero culpablemente no lo hace, entonces se está oponiendo a la verdad. También cuando alguien simplemente escucha la palabra pero no la pone en práctica, no puede cumplirse el propósito con que Dios la pronunció, pues sus palabras son vida.
Puesto que el hombre es responsable de sus acciones y omisiones, esta palabra lo acompaña a lo largo de su vida. Se podría decir que la palabra está erigida sobre él, no como una amenaza, sino como una constante invitación a someterse a ella. Dios, en su infinita bondad, intentará una y otra vez llevar al hombre a acoger y poner en práctica su palabra. Sin embargo, si éste se resiste, será medido según esta palabra, y quizá también comparado con otras personas que sí acogieron y siguieron la Palabra del Señor.
Jesús vino a traer la luz al mundo, como Él lo dijo; más aún, Él mismo es la luz (cf. Jn 8,12). Quien rechaza la fe, no puede recibir la gracia de esta luz y permanece, por tanto, en la oscuridad y en la ignorancia.
No deberíamos relativizar estas palabras esenciales del Señor, aunque no necesariamente tengamos que concluir que entonces la única opción para aquellos que no aceptan la palabra sería la condenación eterna, como contraste a la vida eterna que Jesús ofrece. ¡No sabemos cómo Dios juzgará finalmente una situación tal!
Tampoco es necesario que vayamos tan lejos con nuestros pensamientos. Pero, eso sí, podemos cobrar consciencia de lo que significa una vida que carece de la iluminación de la fe. Las preguntas existenciales no hallan respuesta, no se descubre el verdadero sentido de la vida, se puede caer en un sinnúmero de errores, el hombre carece de fuerza para resistir a las tentaciones y no pocas veces estará a merced de las inclinaciones de su naturaleza caída…
Aun tratándose de personas de buena voluntad, cuya vida no está dominada por el pecado, si no tienen fe, les falta aquella dimensión y la alegría de sabernos cerca de Dios, la comunión entre los fieles y con la Iglesia celestial, entre muchos otros aspectos más…
La Palabra del Señor es la luz, y en ella todo se decide. Jesús nos lo deja en claro, y es así como su palabra juzga. Su intención es salvarnos, pero depende del hombre si acepta o no su palabra.
Quizá nosotros, los fieles, no siempre estemos conscientes de la gracia tan grande que significa poder conocer su palabra y regirnos de acuerdo a ella. Posiblemente nos parezca lo más natural, así como al hijo que permaneció en la casa paterna le era tan natural cumplir la voluntad de su padre (cf. Lc 15,29). Pero precisamente esta parábola del hijo pródigo nos revela la enorme alegría de Dios cuando un hijo perdido retorna a casa y cambia su vida (v. 31-32). ¡Cuánta alegría sería para el Señor que las personas acojan su palabra y vivan en su gracia! ¡Cuánto podría entonces concederles!
Podemos intentar causarle esta alegría a Dios y ayudar a las personas a descubrir su verdadera felicidad. Al menos podremos hacerlo con nuestra oración y con nuestro testimonio.