La lucha por la conversión

Lc 7,11-17 (Lectura correspondiente a la memoria de Santa Mónica)

En aquel tiempo, fue Jesús a un pueblo llamado Naím. Lo acompañaban sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a las puertas del pueblo, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: “No llores.” Luego, acercándose, tocó el féretro, y los que lo llevaban se pararon. 

Dijo Jesús: “Joven, a ti te digo: Levántate.” El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos y alababan a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”. Y el suceso se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina. 

Hoy la Iglesia conmemora a Santa Mónica de Tagaste; aquella maravillosa mujer, que tanto oró por la conversión de su hijo. En efecto, antes de su muerte pudo experimentar la dicha de que el Señor escuchara sus ruegos, y de que su hijo, que llegaría a ser San Agustín, se convirtiera. También logró conquistar para la fe cristiana a su difícil esposo Patricio.

Conquistar a alguien para la fe en el Señor significa, espiritualmente hablando, que éste resucita de entre los muertos, que la verdadera vida de Dios puede derramarse en él y que, al acercarse a la fuente del bautismo, se hace miembro del Cuerpo místico del Señor Resucitado.

Todo esto sucedió con San Agustín, y por eso es muy apropiado que el evangelio escogido para la memoria de Santa Mónica sea la resurrección del hijo de la viuda de Naím: “El muerto se incorporó (…) y él se lo dio a su madre.” 

A través de su oración, Santa Mónica lloró y luchó tanto por la conversión de su hijo… En su angustia, acudió al obispo San Ambrosio, quien le dirigió estas palabras de oro que han llegado hasta nosotros: “¡Un hijo de tantas lágrimas no puede perderse!”

Esto es un gran consuelo para tantas madres que tienen que ver que sus hijos toman caminos equivocados; que ya no saben cómo llegar a ellos; que se sienten impotentes mientras observan cómo ellos se pierden de la verdadera vida…

Estas madres son como la viuda del evangelio de hoy, que hace duelo por su hijo único. Podemos hacernos una idea de sus lágrimas y de su dolor, porque es duro que los hijos mueran antes que sus padres.

Asimismo, para estas madres es una pesada carga el hecho de que sus hijos hayan caído en una muerte espiritual. Quizá a veces se preguntan atormentadas si acaso han hecho algo mal, si su testimonio de vida no ha sido lo suficientemente convincente; y con tales cuestionamientos incrementan aún más su dolor. Sin embargo, también una Santa Mónica, que sin duda habrá llevado una vida cristiana convincente, tuvo que esperar mucho tiempo hasta ver la conversión de su hijo.

Nosotros no estamos al tanto de lo que sucede en el interior de la persona para que viva una conversión. Sólo Dios mismo puede tocar el corazón del hombre e iluminar su espíritu. Pero esto no quiere decir, de ninguna manera, que debamos ser pasivos, estando sólo a la espera de que suceda el gran milagro de la conversión. ¡No! ¡Podemos poner de nuestra parte!

Además de nuestro testimonio de vida, de la oración y de los sacrificios que podamos ofrecer, también es necesario estar dispuestos a señalar claramente qué es lo que no le agrada a Dios. Santa Mónica tuvo la valentía de decirle a su hijo que él no podía convivir con una mujer sin estar casados, y no le permitió seguir viviendo con ella en la casa paterna. Hoy en día esta posición podría parecer exagerada o incluso rigorista. Pero, ¿será que realmente es así? ¿No es simplemente la consecuencia práctica de la verdad de nuestra fe cristiana? ¿Será que realmente le hacemos un bien a la persona cuando preferimos no decir nada sobre aquello que la separa de Dios?

Jesús se compadeció de la viuda que lloraba por su hijo, lo resucitó y se lo devolvió a la madre. Y lo mismo hizo también con Santa Mónica, que tanto había luchado por su hijo. Jesús lo resucitó de su muerte espiritual y se lo devolvió a su madre en la fe. A partir de entonces, estuvieron unidos en el Señor.

Las siguientes líneas, tomadas de las “Confesiones de San Agustín”, son un maravilloso testimonio de esta nueva unión que surgió entre madre e hijo:

“Estando ya inminente el día en que [mi madre Mónica] había de salir de esta vida –que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos– sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo Dios por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación. Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.”

Entonces, en nuestro batallar por la conversión de aquellos que están lejos de Dios y han perdido el rumbo, podemos dirigirnos confiadamente a Santa Mónica, pidiendo su intercesión. ¡También deberíamos pedir su perseverancia! ¡Quizá el Señor vuelva a concedernos otro “gigante en la fe”, como llegó a serlo su hijo, San Agustín!

De forma especial, queremos animar a las madres que sufren por sus hijos que andan por malos caminos, para que aprovechen la gracia de este día y pidan insistentemente la intercesión de Santa Mónica. Y recordad: “Un hijo de tantas lágrimas no puede perderse”.

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