En el marco de esta serie sobre la vida espiritual, es necesario hablar también sobre los “3 enemigos del alma”, que se interponen en nuestro camino de seguimiento de Cristo y contra los cuales hemos de luchar conscientemente.
Al inicio de esta serie habíamos hablado sobre las virtudes, haciendo énfasis en la importancia de adquirirlas.En efecto, ellas constituyen un poderoso antídoto contra todos los ataques enemigos, pero especialmente contra las inclinaciones de nuestra carne y la tendencia a entregarnos desordenadamente a sus pasiones.
Tras la caída en el pecado, nuestra naturaleza humana quedó inclinada al mal. Es preciso estar conscientes de ello, para que no nos volvamos ciegos con respecto a nuestra condición. Una apreciación realista de nosotros mismos –es decir, un verdadero autoconocimiento– nos ayudará a no formarnos una imagen idealista ni de nuestra propia persona ni tampoco de los demás. Vale aclarar que el realismo no significa rendirnos a una visión pesimista. Antes bien, nos induce a la vigilancia, de modo que no sobreestimemos ni tampoco subestimemos al enemigo que habita en nosotros.
Bajo el influjo del Espíritu Santo, hemos de luchar con perseverancia contra aquella tendencia a entregarnos a nuestros impulsos desordenados. En el contexto de las virtudes cardinales, habíamos hablado sobre la templanza, que nos ayuda a refrenar nuestros apetitos carnales para no dejarnos dominar por ellos.
Esta consideración nos lleva al punto esencial: todos nuestros impulsos y pasiones interiores –así como los actos externos a los que éstos nos inducen– deben estar bajo el dominio del espíritu, para que no nos dejemos subyugar por ellos. Este es el sentido de las prácticas ascéticas.
En la Sagrada Escritura, San Pablo nos describe detalladamente cuáles son las obras de la carne:
“La fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes”(Gal 5,19-21).
Debemos llegar a comprender que cualquier restricción que nos impongamos conscientemente a nosotros mismos, con el fin de alcanzar o defender la libertad frente a las “exigencias de la carne”, nos fortalece para todo nuestro camino de seguimiento en general.
Quizá en tiempos anteriores se practicaba aquí y allá un ascetismo demasiado riguroso. ¡Siempre puede haber excesos! En este caso, existe el peligro de que se coaccione demasiado la naturaleza humana, en lugar de formarla bajo el dominio del espíritu. Pero hoy en día más bien tenemos que lamentar que se esté perdiendo el sentido para aplicar aun las más mínimas exigencias de una ascesis provechosa y también necesaria. Pensemos, por ejemplo, en el ayuno, que ya apenas forma parte de la vida de la Iglesia Católica. En general, son pocas las personas que consideran a las renuncias y al refrenamiento de las apetencias como algo esencial para el combate espiritual. ¡Pero efectivamente es así!
Jesús nos redimió de los pecados mediante su Pasión y Muerte. ¡Los clavó en la Cruz! Ahora nos corresponde a nosotros cooperar con esta gracia, para llevar una vida según el Espíritu de Dios y vencer las “obras de la carne” en nosotros.
Esto puede ser un proceso largo, pero lo lograremos por la gracia de Dios. Podremos sufrir derrotas, pero el Señor, al perdonarnos los pecados, nos concedió ya el remedio.
Por tanto, hemos de asumir conscientemente el combate y contrarrestar todas aquellas tendencias en nosotros que quieren apartarnos de Dios. Para ello se requiere perseverancia. Quizá descubramos en nuestro interior malas inclinaciones que están muy arraigadas y que se han consolidado en nuestra vida por la costumbre.
Sin embargo, no debemos dejarnos intimidar por ello ni rendirnos en la lucha. En este contexto, podría ayudarnos esta maravillosa frase que pronunció Santa Juana de Arco cuando le preguntaron por qué necesitaría soldados, siendo así que Dios la había enviado a combatir: “Los soldados lucharán y Dios dará la victoria.”
Lo mismo sucede con nosotros. La parte que nos corresponde es luchar contra nuestras malas inclinaciones, pero al fin y al cabo será Dios quien conceda la victoria. Cooperando con la gracia de Dios, hemos de concretizar en nuestra vida el triunfo que Cristo nos obtuvo en la Cruz, clavando en ella las “obras de nuestra carne”.