Sb 12,13.16-19
Fuera de ti, no hay otro Dios que cuide de todos, a quien tengas que probar que tus juicios no son injustos; porque tu fuerza es el principio de tu justicia, y tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente con todos. Tú muestras tu fuerza cuando alguien no cree en la plenitud de tu poder, y reprimes la temeridad de aquellos que la conocen. Pero, como eres dueño absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran indulgencia, porque con sólo quererlo puedes ejercer tu poder. Al obrar así, tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento.
La lectura de hoy nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios. Su Omnipotencia no se manifiesta en la tiranía o en la demostración de la fuerza bruta, como a menudo sucede con los dictadores; sino que se revela en la indulgencia y bondad que Él tiene para con todos.
Nosotros, los hombres, estamos llamados a hacernos semejantes a Dios, puesto que hemos sido creados a su imagen. En ese sentido, la lectura nos enseña que “el justo debe ser amigo de los hombres”; es decir que ha de poner en práctica aquellas cualidades de la indulgencia y bondad que caracterizan a Dios.
Pero, ¿cómo ha de suceder esto, si nosotros no poseemos la omnipotencia y la fuerza de Dios, que le hacen ser indulgente con todos?
Si nos fijamos en la relación entre Dios y una persona que le sirve con fidelidad, constataremos que el Señor la hace partícipe de su omnipotencia. Recordemos cómo Jesús dio a sus discípulos la potestad para expulsar demonios, sanar enfermos e incluso resucitar muertos en su Nombre (cf. Mt 10,8). Pensemos también en el poder que el Señor confiere a sus sacerdotes para transformar el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre en el Santo Sacrificio. También la legítima autoridad que se ejerce en nombre de Dios es una participación en la omnipotencia divina.
Desde este punto de vista, queda claro que el Señor no ejerce su dominio de forma autoritaria, simplemente dando órdenes a la distancia e imponiendo su voluntad; sino que su dominio es un reinado de amor, que involucra al hombre en el misterio de este amor y lo hace partícipe de la plenitud de Dios.
Ahora, su dominio ha de prolongarse en este mismo espíritu a través de las personas que le obedecen y le sirven. De hecho, cuando seguimos al Señor, Él nos concede su Espíritu para hacernos semejantes a Él. Es este Espíritu el que nos va configurando a imagen de Cristo, una vez que le permitimos establecer en nosotros su suave dominio. Cuanto más actúe en nosotros, tanto más crecerán los frutos del Espíritu, uno de los cuales es la mansedumbre.
La mansedumbre corresponde a aquella indulgencia y serenidad mencionadas en la lectura de hoy. Al actuar con mansedumbre, uno no impone sus propias metas con brutalidad, atropellando a las otras personas. Por el contrario, se aprende a esperar a que cada cosa crezca y madure, y a superar las adversidades con paciencia. La mansedumbre conoce la debilidad del hombre e intenta ayudarle cuando se encierra una y otra vez en sí mismo, dándole la mano para levantarlo y ofreciéndole siempre una nueva oportunidad.
Al hablar de la mansedumbre, nos damos cuenta de que precisamente esta es la manera en que Dios trata con el pecador, ofreciéndole una y otra vez la posibilidad de la conversión y esperándolo con infinita paciencia. ¡Esto es una señal de su verdadera fuerza!
Sin embargo, no podemos confundir la mansedumbre con una falsa permisividad o condescendencia, que minimiza la gravedad del pecado y se adapta a los deseos de las personas. De hecho, el texto de hoy también nos dice que Dios “reprime la temeridad” de los que conocen su fuerza. Cuando nos rebelamos contra Dios por el pecado, la ayuda adecuada para sacudirnos y llevarnos a la conversión no sería una reacción mansa y condescendiente. En este caso, el hombre necesita aprender su lección y quizá tenga que sentir las consecuencias de su actitud equivocada.
Pero incluso la corrección o el castigo de Dios proceden de la misma fuente de su amor, que quiere conducir al hombre a la salvación. Si queremos ayudar a salvar las almas, también nosotros deberíamos actuar así. Hemos de tener siempre presente la salvación eterna de la persona, de modo que, inspirados por el Espíritu del Señor, le demos la ayuda adecuada para alcanzar esta meta.