Lc 17,7-10
En aquel tiempo, dijo el Señor: “¿Quién de vosotros, si tiene un siervo arando o pastoreando, le dice cuando regresa del campo: ‘Pasa en seguida y ponte a la mesa’? ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame algo para cenar y cíñete para servirme; y, después que yo haya comido y bebido, entonces comerás y beberás tú’? ¿Acaso tiene que dar las gracias al siervo porque hizo lo que le mandaron? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os han mandado, decid: ‘No somos más que unos pobres siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’.”
Este pasaje del Evangelio nos da una lección tan clara de humildad como apenas ningún otro. Estas palabras del Señor nos sitúan en la realidad de nuestra existencia, dentro del seguimiento del Señor. Sea lo que sea que el Señor nos haya encomendado, aunque fuesen las misiones más grandes, es importante que asimilemos profundamente este mensaje. Nosotros sólo cumplimos nuestra tarea, y cualquier exaltación de nuestra propia persona es perjudicial. Nosotros estamos en deuda con el amor de Dios, de manera que es lo más natural que nos pongamos a su servicio. En la eternidad veremos cómo Dios, en su inmensa generosidad, valorará y premiará todo cuanto hayamos hecho por Él. Podemos esperar que nuestra recompensa consista en estar muy cerca de Él. Pero, mientras tanto, simplemente hacemos lo que nos ha sido encomendado, con la mirada puesta en Él.
Para no dar lugar a malentendidos: No se trata, de ningún modo, de adoptar la actitud de un esclavo oprimido y obedecer al Señor sin libertad. Antes bien, podemos considerar estas palabras del Señor como un consejo para contrarrestar el gran peligro del orgullo. De hecho, éste es el verdadero y peligroso mal que puede infectarnos. Recordemos que fue la soberbia la que hizo que Satanás no quisiera seguir sirviendo, y esta misma soberbia se manifestó también en el pecado original, porque el hombre quiso ser como Dios (cf. Gen 3,5).
Entonces, ¿cómo vencer esta soberbia, que tan fácilmente nos acompaña y se anida en nuestro corazón? Para este proceso, tomemos como lección el ejemplo que hoy nos pone el Señor.
Supongamos que nos damos cuenta de que hemos hecho bien algo. ¡Es legítimo alegrarse por ello! Sin embargo, para evitar que se inmiscuya la soberbia, que trae consigo el ensalzamiento de la propia persona, hemos de agradecer en primer lugar al Señor. ¡La obra buena fue posible sólo gracias a su ayuda, haya sido directa o indirecta!
El agradecimiento nos preserva de antemano de centrar la mirada en nosotros mismos y de exaltar nuestra propia persona. Si estamos conscientes de que nos debemos a alguien –es decir, al Señor–, entonces le abriremos a Él nuestro interior y comprenderemos de forma adecuada la situación dada.
Además, hemos de “ocultarnos” detrás de la buena obra; es decir, no destacarla ante los demás para suscitar su admiración u otras reacciones similares. Nosotros únicamente hemos cumplido con nuestro deber, y cualquier cosa que haya sido digno de alabanza, hemos de atribuírsela al Señor. Si otras personas nos alaban, le entregamos a Dios estos elogios, dándoles así el sitio que les corresponde.
Sin embargo, aun poniendo todo esto en práctica, será inevitable que nos asedien sentimientos de orgullo y vanidad. Pero a éstos podemos negarles nuestro consentimiento y vencerlos en la oración. Aquí la oración es también una cierta autoeducación espiritual, que nos lleva a la actitud correcta frente a Dios. Será muy provechoso invocar al Espíritu Santo, así como también meditar los pasajes bíblicos relacionados con la humildad… Con el paso del tiempo, los pensamientos y sentimientos insistentes perderán fuerza, porque les hemos negado nuestro consentimiento. El Señor conoce nuestros esfuerzos y se fijará en nuestra intención, y no en los sentimientos o pensamientos que en realidad no queremos.
Al distanciarnos persistentemente de todas aquellas actitudes contrarias al seguimiento de Cristo en nuestro interior, y al ejercitarnos, con la ayuda de Dios, en las actitudes correctas, estaremos cooperando también en nuestra purificación interior. Porque si en las situaciones concretas nos enfrentamos a nuestro orgullo y a los correspondientes sentimientos y pensamientos invocando al Espíritu Santo, entonces este orgullo se debilitará cada vez más. Así, habremos avanzado hacia la dirección correcta.
¡Cuán liberador será cuando esta afirmación del Señor se haga cada vez más realidad en nosotros, pues entonces haremos las cosas sin llamar la atención, sin fijar la mirada en nosotros mismos y sin tener que exaltarnos! Esto sucede cuando todo lo hacemos para glorificar al Señor. ¡Sólo Él merece toda la gloria!