1Re 11,29-32.12,19
Un día, salió Jeroboán de Jerusalén, y el profeta Ajías de Siló le salió al encuentro cubierto con un manto nuevo. Estando los dos solos en campo abierto, Ajías tomó el manto nuevo que llevaba puesto, lo rasgó en doce jirones y dijo a Jeroboán: “Toma diez jirones para ti, porque así dice Yahvé, Dios de Israel: Rasgaré el reino de manos de Salomón y te daré diez tribus. La otra tribu será para él, en atención a mi siervo David y a Jerusalén, la ciudad que me elegí entre todas las tribus de Israel.” Así fue como Israel se rebeló contra la casa de David, hasta el día de hoy.
Como continuación de la lectura de ayer, la de hoy nos presenta la consecuencia del pecado de Salomón. El reino, que había estado unido bajo su padre David y bajo él mismo, queda dividido y, tal como lo predijo el Señor, Jeroboán se convierte en rey de la mayor parte del reino.
Aquí podemos ver que una de las consecuencias del pecado es la división.
Esto nos recuerda la gran consecuencia del pecado original, que alteró gravemente la unidad del hombre con Dios, provocando así la catástrofe primordial en la existencia humana.
El pecado original es el punto de partida de toda división (si no abordamos el pecado previo de los ángeles caídos), y podríamos considerar la historia del pecado como una historia de constante división, que afecta a todos los ámbitos de la vida humana: las familias, las comunidades, las naciones e incluso la Iglesia.
También en nuestro interior podemos descubrir esta división que resulta del pecado. Antes de la caída originaria, existía una perfecta armonía en el hombre, obrada por Dios: El Señor iluminaba el entendimiento, para que éste dirigiera a la voluntad. Los sentimientos estaban al servicio de la ejecución de la voluntad. A partir de la caída en el pecado, en cambio, entró ese desorden en la vida humana que San Pablo describe en estos términos: “Veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros” (Rom 7,23).
Desde esta perspectiva, podemos entender muy bien por qué el Señor decía que “toda casa dividida contra sí misma no podrá subsistir” (Mt 12,25). ¡Nuestra propia experiencia nos lo confirma!
La gran pregunta es: ¿cómo podemos entonces servir a la verdadera unidad?
En primer lugar, debemos tener en claro que la verdadera unidad entre los hombres sólo podrá restaurarse en Dios, puesto que la perdimos precisamente a causa de la ruptura con Él. Por la gracia de Cristo, que perdona nuestras culpas, y gracias a la obra del Espíritu Santo, que trabaja en las consecuencias de la división interior, se restablece en primera instancia la integridad interior de la persona. Por ello es tan importante el camino de la santificación, porque hace que el entendimiento sea iluminado; la voluntad sea fortalecida; y los sentimientos se ordenen al servicio de la verdad.
Todo esfuerzo vale la pena, pues con nuestra lucha personal, que es lo que llamamos ‘ascesis’, ya estamos cooperando en la unidad entre los hombres. Si nosotros mismos recuperamos poco a poco nuestra integridad interior y el Espíritu Santo puede ejercer cada vez más su influjo en nosotros, estamos participando ya en la gran obra de Dios, que consiste en conducir a la humanidad de regreso a la Casa del Padre. Es el Espíritu de Dios quien nos mueve entonces a transmitir el Evangelio, para disponer a las personas a ordenar su vida ante Dios y a convertirse a Él. Por eso la Iglesia debe transmitir incansablemente el evangelio, porque la unidad a nivel humano y político es muy frágil si no es el Espíritu Santo quien transforma los corazones de los hombres.
Llegados a este punto, también hay que advertir sobre la funesta ilusión de pretender crear unidad entre las personas en un plano meramente humano. Aquí no se ha entendido la raíz y la profundidad de la división, y, sobre todo, no se ha reconocido que para alcanzar la unidad es imprescindible acoger la Redención obrada por Cristo y emprender consiguientemente el proceso de transformación interior.
Otro punto esencial es el perdón de los pecados. Cuando nosotros mismos recibimos el perdón, nos hacemos capaces de perdonar a los demás, y así se quebranta el círculo de la división a través de la reconciliación. Como hombres reconciliados con Dios, nos convertimos también en personas dispuestas a perdonar, de manera que podemos brindar el remedio contra la continua división. Esto implica que estemos vigilantes en evitar todo pecado, y que, en caso de no haberlo logrado, busquemos inmediatamente la reconciliación con Dios y con las personas afectadas.
Aquellos que siguen conscientemente a Cristo deberían ser capaces de convertirse en instrumentos de paz. Esto significa que ellos mismos no deberían ser causa de división por sus propios pecados. Así, los cristianos pueden cooperar en la reconciliación de la humanidad con Dios. Esto puede suceder también en lo secreto: en la oración, trabajando en el propio corazón, fomentando la reconciliación en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, etc. Dios nos ofrece todos los remedios, para que la humanidad confundida y dividida pueda hallar el camino hacia la verdadera paz. Y nuestro pequeño aporte, allí donde Dios nos haya puesto, es valioso para el Señor.