La curación de un hombre en sábado

Lc 6,6-11

En aquel tiempo, entró Jesús en la sinagoga un sábado y comenzó a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha paralizada. Los escribas y los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si curaba en sábado, porque querían encontrar algo de qué acusarlo. Pero Jesús, conociendo sus intenciones, dijo al hombre que tenía la mano paralizada: “Levántate y ponte ahí en medio”. El se levantó y se puso allí. Luego les dijo: “Quiero preguntaros: ¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”. Entonces, dirigiendo la mirada a todos, dijo al hombre: “Extiende tu mano”. Él la extendió y su mano quedó curada. Pero ellos se enfurecieron, y deliberaban entre sí para ver qué podían hacer contra Jesús.

¿En qué estado se encuentra un corazón que constantemente busca una razón para acusar a alguien? Debe tratarse de un corazón cerrado o muy herido; un corazón que está confundido y no tiene la libertad de afrontar las cosas con objetividad.

El pasaje evangélico de hoy nos presenta a un Jesús que sufre cuando se encuentra con corazones así. Estos hombres lo observan con desconfianza, diciéndose a sí mismos: ¿acaso hará algo que no está permitido? De hecho, los fariseos solo están al acecho de ese momento.

El evangelio coloca nuestra atención sobre un hombre en la sinagoga, que tiene la mano paralizada. Leyendo este pasaje, podemos sentir algo de la tensión que se respira entre quienes observan la escena: ¿lo curará o no? El sufrimiento de este hombre no parece ser de importancia para los espectadores.

Sin embargo, a pesar de percibir las voces hostiles, Jesús no se deja intimidar cuando se trata de hacer el bien, curando a este hombre que padece gran necesidad. Y el Señor no se conforma con obrar la curación. No solo quiere ayudar al hombre que tenía la mano seca, sino también dar una oportunidad a aquellos que tienen el corazón endurecido y enfermo. Les hace esta pregunta: “¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?”

Se podría pensar que, al menos en ese momento, los fariseos hubieran podido encontrar la respuesta correcta; que, a más tardar con esta pregunta, podrían cambiar de opinión. Parece lo más lógico que siempre debería ser lícito hacer el bien. ¿O acaso ellos piensan que bajo ninguna circunstancia se puede hacer en sábado algo bueno, como curar a este enfermo?

No sabemos qué habrán pensado, pues permanecieron callados… Y, en este caso, callar significa evadir una respuesta que hubiera dejado todo en claro. Jesús hubiera podido darles otros ejemplos, como el del asno que cae al pozo en sábado (cf. Lc 14,5)… ¡Pero no dice nada más! Sólo los mira, uno por uno… ¿Qué habrán sentido cuando su mirada se posó sobre ellos? ¿Será que percibieron la tristeza de Jesús? ¿O se dieron cuenta de su ira, provocada por la dureza de su corazón, por no querer dar este paso tan pequeño?

Pues bien, Jesús no se deja retener por la dureza de su corazón. ¿Por qué habría de hacerlo? En Él es más grande el deseo de hacer el bien que el temor ante lo que podría sobrevenirle como consecuencia.

La maldad del corazón de los fariseos crece aún más después de esta escena. Toman la decisión de eliminar a Jesús. Ya no hay retorno para sus corazones endurecidos, pues el fruto de la dureza es la muerte: primero, la muerte interior, y después la muerte que se esparce hacia afuera. ¡Los fariseos ya no toleran a Jesús!

¿Qué podemos aprender de este pasaje del Evangelio? Ciertamente ninguno de nosotros quiere convertirse en asesino del otro. Tampoco queremos ser, por así decir, suicidas, endureciendo cada vez más nuestro propio corazón.

En primer lugar, fijémonos bien en nuestro corazón: ¿qué hay en él? Jesús nos enseña que todo lo malo procede del interior: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre” (Mc 7,15).

No pasemos por encima de las malas inclinaciones que detectamos en nuestro corazón: enemistad, dureza, orgullo, acusaciones, frialdad, etc…

Pero, ¿cómo podremos percibir tales cosas si a menudo aún somos ciegos en relación a nosotros mismos y no detectamos lo que sucede en nuestro interior? Podemos colocarnos bajo la mirada del Señor: “Jesús, mírame. ¿Hay algo en mi corazón que no está en orden? ¿Soy capaz de soportar tu mirada? ¿Acaso tienes que mirarme con tristeza porque tengo el corazón duro y cerrado? ¡Muéstramelo, por favor!”

Para eso, hace falta ser sinceros. ¿Acaso somos demasiado legalistas, de modo que en todo nos aferramos solamente a la Ley, perdiendo la capacidad de examinar las cosas en el espíritu, como nos lo enseña el Apóstol San Pablo, al decirnos: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1Tes 5,21)?

Por el otro lado, podemos plantearnos estas preguntas: ¿Qué puedo hacer de bueno en este preciso momento?, ¿a quién puedo ofrecérselo?, ¿qué paso puedo dar que sea agradable al Señor?

Dejemos que la mirada del Señor se pose sobre nosotros sin temor alguno y pidámosle que purifique nuestro corazón. Aun si emerge oscuridad de nuestro corazón, no huyamos de ella. Antes bien, depositémosla en manos de la infinita misericordia de Dios. No olvidemos que Dios no espera que ya seamos perfectos. Él nos sostiene en cada etapa de nuestra vida. Es mejor detectar y reconocer la oscuridad en nuestro interior, que pasarla por alto y permanecer atrapados en ella.

Jesús espera que demos el próximo paso, del mismo modo que dio a los fariseos la oportunidad de reconocer su error. Aprovechemos esta oportunidad, para que vivamos y amemos cada vez más plenamente. El Señor nos ofrece la gracia para ello. Lo único que, por nuestra parte, tenemos que hacer es responder a esta gracia, abandonándonos totalmente a su corazón. ¡Dios es más grande que nuestro pobre corazón!

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