Hch 9,1-21
Saulo no desistía de su rabia, proyectando violencias y muerte contra los discípulos del Señor. Se presentó al sumo sacerdote y le pidió poderes escritos para las sinagogas de Damasco, pues quería detener a cuantos seguidores del Camino encontrara, hombres y mujeres, y llevarlos presos a Jerusalén. Mientras iba de camino, ya cerca de Damasco, le envolvió de repente una luz que venía del cielo. Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Preguntó él: “¿Quién eres tú, Señor?” Y él respondió: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que tienes que hacer.”
Los hombres que lo acompañaban se habían quedado atónitos, pues oían hablar, pero no veían a nadie, y Saulo, al levantarse del suelo, no veía nada por más que abría los ojos. Lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Allí permaneció tres días sin comer ni beber, y estaba ciego.
Vivía en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor lo llamó en una visión: “¡Ananías!” Respondió él: “Aquí estoy, Señor.” Y el Señor le dijo: “Vete en seguida a la calle llamada Recta y pregunta en la casa de Judas por un hombre de Tarso llamado Saulo. Lo encontrarás rezando, pues acaba de tener una visión en que un varón llamado Ananías entraba y le imponía las manos para que recobrara la vista.”
Ananías le respondió: “Señor, he oído a muchos hablar del daño que este hombre ha causado a tus santos en Jerusalén. Y ahora está aquí con poderes del sumo sacerdote para llevar presos a todos los que invocan tu Nombre.” El Señor le contestó: “Vete. Este hombre es para mí un instrumento excepcional, y llevará mi Nombre a las naciones paganas y a sus reyes, así como al pueblo de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que sufrir por mi Nombre.”
Salió Ananías, entró en la casa y le impuso las manos diciendo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo.” Al instante se le cayeron de los ojos una especie de escamas y empezó a ver. Se levantó y fue bautizado. Después comió y recobró las fuerzas. Saulo permaneció durante algunos días con los discípulos en Damasco, y en seguida se fue por las sinagogas proclamando a Jesús como el Hijo de Dios.
Los que lo oían quedaban maravillados y decían: “¡Y pensar que en Jerusalén perseguía a muerte a los que invocaban este Nombre! Pero, ¿no ha venido aquí para encadenarlos y llevarlos ante los jefes de los sacerdotes?”
¡Es una gran alegría volver a escuchar una y otra vez la historia de la conversión de San Pablo y todo lo que surgió a partir de ella! Hasta hoy leemos sus cartas y nos nutrimos de sus enseñanzas, al igual que lo hacían las primeras comunidades cristianas de las diferentes naciones que él formó y fortaleció.
San Pablo era un hombre piadoso. Él mismo nos atestigua que vivía estrictamente según las leyes y preceptos de los fariseos y procuraba cumplir al pie de la letra los mandamientos de Dios. ¡Pero su celo por la religión era ciego! En este contexto podríamos usar la palabra “fanático”, pues perseguía a los cristianos y fue cómplice de la muerte de San Esteban.
¡Mas sabemos que Dios tuvo misericordia de él!
Pablo fue envuelto por la luz del Señor y desde ese momento se puso al servicio de Cristo. Su conversión no fue desde el ateísmo a la fe, o desde una vida de pecado a una vida en obediencia a los mandamientos del Señor. Su caso fue diferente: tuvo una iluminación, y en esta luz reconoció su error y cambió de vida.
Se dio cuenta de que los cristianos no eran enemigos de Dios, como él lo pensaba; que no eran una amenza para el judaísmo; sino que eran aquellos que habían reconocido al Mesías y en quienes se cumplieron las promesas hechas al pueblo de Israel.
¡Cayeron como escamas de sus ojos y pudo ver de verdad! Su ceguera se disolvió al instante e inmediatamente se hizo testigo de Jesús.
Tal vez podemos reconocer en la conversión de San Pablo un ejemplo para la iluminación de aquellos que son celosos por su religión pero no poseen aún la luz para reconocer a Cristo como el Mesías. Por supuesto que primero tienen que liberarse de todo fanatismo, pues éste no viene del Espíritu Santo, sino que es una ceguera de las emociones y de la razón, y un endurecimiento del corazón.
Se necesita la constante oración de los fieles para que todos reconozcan al Señor. Claro que no siempre sucederá de una manera tan dramática como en la historia de San Pablo. Pero hay múltiples testimonios, tanto de musulmanes como de judíos, que se encuentran con Jesús de una manera extraordinaria: a través de sueños, visiones etc. De hecho, los milagros y las visiones en el contexto bíblico no son tan excepcionales como nos los presenta un mundo marcado por el racionalismo.
¿Qué más podemos aportar, aparte de nuestra oración, para que otros conozcan a Cristo, el Mesías, si no hemos sido llamados, como San Pablo, a anunciar el evangelio por todo el mundo?
Lo esencial es recorrer sinceramente nuestro propio camino de conversión. Comprendiendo que todos los hombres han sido llamados por Dios a ser sus hijos, todo intento sincero de seguir a Dios y de servirlo se hace fructífero, de forma misteriosa, para todos los hombres.
Además, debemos tener cuidado de no perder oportunidades que se presenten para dar testimonio de nuestra fe, cuando llegue el momento indicado. Si estamos atentos al Espíritu Santo, Él nos mostrará el tiempo preciso para ello.
Lo que nos queda siempre es dar testimonio con nuestro ser cristiano, de modo que las personas perciban que tenemos verdadera alegría en nuestro corazón y puedan encontrar en nosotros el amor de Dios.
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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