Mt 11,20-24
En aquel tiempo, Jesús se puso a reprochar a las ciudades donde se habían realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotros, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertos de sayal y sentados en ceniza.
Por eso, os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿pretendes encumbrarte hasta el cielo? ¡Pues hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, todavía existiría hoy. Por eso os digo que habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti.”
¿Qué clase de espíritu se manifiesta cuando ya no se quieren escuchar las palabras claras de Jesús? ¿Qué clase de espíritu es el que nos presenta un Evangelio sin sal y que pretende armonizarlo con el espíritu de este mundo? Ciertamente no es el Espíritu Santo, pues Él nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Este mismo Espíritu Santo nos traería a la memoria el reproche de Jesús a las ciudades de Corazín y Betsaida, y nos haría cuestionar cómo está hoy en día la situación de la fe en este mundo, especialmente en aquellos sitios donde ya había sido anunciado el Evangelio. El Evangelio no es compatible con esa filantropía dulzona, que rechaza la exhortación a la conversión y la exigencia de la verdad.
¡Y lo que hace falta es precisamente una verdadera conversión; es decir, la conversión a Dios! Corazín y Betsaida, así como también Cafarnaún, habían sido testigos de la presencia de Jesús. Habían visto sus milagros, que hablan un lenguaje claro y constituyen una gran ayuda cuando las palabras no bastan. En ese sentido, la responsabilidad de estas ciudades era grande, y la negativa a convertirse pesa gravemente sobre ellas, como podemos deducir de las palabras del Señor. No podemos simplemente pasar por encima de este severo reproche y pretender armonizarlo todo.
Tampoco para los hombres de nuestro tiempo da igual si acogen o no el evangelio. Si bien es cierto que no conviene usar ningún tipo de violencia –sea física o psicológica– para lograr que el Evangelio sea aceptado, no podemos perder de vista que se trata del mensaje más importante para todos los hombres en este mundo. El rechazo deliberado del Evangelio tiene consecuencias, porque nosotros, los hombres, estamos comprometidos con la verdad. Por tanto, no sólo valen la pena todos los esfuerzos por transmitir el mensaje del Señor; sino que son una “obligación del amor”. Así como San Pablo habla del anuncio del Evangelio como de un “deber que le incumbe” (1Cor 9,16), también todos los que han tenido un verdadero encuentro con el Señor y aman a los hombres tienen el claro encargo de ayudar a que otras personas conozcan a Jesús, quien puede decir de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” (Jn 14,6).
¿A quién de nosotros le gustaría tener que escuchar un día, cuando se encuentre en la presencia de Dios, que no cumplió su misión como hubiera podido hacerlo? Ciertamente podemos refugiarnos arrepentidos en la misericordia de Dios, si no nos hemos cerrado definitivamente a Él. Pero, ¿acaso no duele desde ya la sola idea de que algo así pudiese suceder? ¿No sería un dolor ardiente si nos fuesen mostradas aquellas almas que podríamos haber tocado si hubiéramos aceptado plenamente la invitación de Dios? ¿Acaso no nos atravesaría un intenso dolor de amor si supiéramos que el Padre Celestial contaba con nosotros, pero nosotros, por negligencia, produjimos menos fruto del que hubiéramos podido?
Todas estas palabras y reflexiones no son una amenaza de un “Dios demasiado justo”; sino que son simples consecuencias que corresponden a la singularidad de nuestra Redención. Si hay un mensaje que nunca pierde su urgencia, es el Evangelio. ¡Y éste necesita sus mensajeros! Así dice en el Libro de Isaías:
“Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una braza en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca diciendo: ‘Como esto ha tocado tus labios, se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado.’ Y percibí la voz del Señor que decía: ‘¿A quién enviaré?, ¿quién irá de nuestra parte?’ Entonces dije: ‘Yo mismo: envíame’.” (Is 6,6-8)
Nosotros, los cristianos, hemos sido lavados en la sangre del Cordero (cf. Ap 7,14), y una y otra vez podemos volver a purificarnos en ella a través del sacramento de la confesión. ¡Y hemos sido enviados!
En la actual crisis mundial, se vuelve tanto más urgente anunciar el Evangelio y dirigirnos al Espíritu Santo, para que seamos conscientes de esta “misión del amor”. Ha de ser proclamado el verdadero Evangelio, que no se acomoda al espíritu del mundo. No les ayudaría a las personas si la Iglesia incluso los confirmaría en sus caminos equivocados.
El evangelio ha de ser anunciado oportuna o importunamente, como escribe el Apóstol de los Gentiles a Timoteo: “Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo; reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus pasiones para halagarse el oído. Cerrarán sus oídos a la verdad y se volverán a los mitos” (2Tim 4,2-4).
¿No está describiendo aquí San Pablo con precisión nuestros tiempos? Así que también sigue vigente para cada uno la exhortación de anunciar auténticamente el Evangelio, conforme a los dones que Dios le ha dado. ¡Él nos lo recompensará!