La actitud de los enviados

Jn 13,16-20

Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo que no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. 

No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: ‘El que come mi pan ha alzado contra mí su talón.’ Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo que quien reciba al que yo envíe me recibe a mí, y quien me recibe a mí recibe al que me ha enviado.”

La palabra que pronuncia el Señor al inicio del evangelio de hoy puede preservarnos de actuar con orgullo y por nuestra propia cuenta. Así como Jesús, siendo el Hijo de Dios, se consideraba a sí mismo como enviado del Padre, resaltándolo una y otra vez, así mismo aquellos que están a su servicio son enviados por Él. Evidentemente el Señor quiere dejarles muy en claro esto a los discípulos, sabiendo muy bien que nosotros, los hombres, corremos el riesgo de olvidarlo y querer hacer las cosas a partir de nuestras propias fuerzas y en nuestro propio nombre.

Esto se relaciona con la tentación originaria del hombre de querer ser como Dios (Gen 3,5), y también con la tentación que hizo sucumbir al ángel caído. Los maravillosos dones de Dios le habían sido dados para el servicio. Lucifer, sin embargo, abusó de ellos, queriendo colocarse al mismo nivel que Aquél que se los había dado. Nosotros, los hombres, podemos caer en este mismo peligro, y la historia humana conoce suficientes casos en que las personas sucumbieron a esta tentación.

Entonces, son dos puntos muy importantes a los que hemos de prestar atención, conforme a las palabras de Jesús: “No es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que lo envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís.” 

El primer punto es, como ya hemos dicho, un recordatorio de que estamos al servicio y de que no debemos auto-ensalzarnos. El segundo punto es asimilar que se nos ha confiado una misión, y cobrar consciencia de la gran dignidad de Aquél que nos ha enviado. Esta constatación nos da ánimo en momentos difíciles, al recordarnos que vivimos de la fuerza de Aquél que nos envía. Efectivamente, Dios nos fortalece en todas las situaciones, y así podemos crecer a través de la tarea que se nos ha encomendado. La confianza que Dios deposita en nosotros y la conciencia de la responsabilidad de cara a Él, nos mantienen vigilantes para cumplir nuestra misión y, en la gracia de Dios, también nos darán la perseverancia necesaria para lograrlo.

El problema está en que, a lo largo del camino, podemos perder aquella vigilancia, de modo que caemos más fácilmente en la tentación de centrar nuestra atención más en nuestra propia persona y en sus necesidades que en crecer en nuestra relación con Dios.

Podemos verlo en el ejemplo de una vocación religiosa. En una vida tal, es necesario actualizar diariamente la responsabilidad ante Dios, que se nutre de la oración y del cumplimiento de la tarea encomendada. Esta actualización le dará al religioso la fuerza para continuar día tras día, aunque el camino sea largo y él corra el riesgo de agotarse. En este sentido, también conviene recordar que nuestra vida ha de servir para la glorificación de Dios, en lugar de estar centrada en nuestra propia persona, aunque ciertamente podamos también cosechar los frutos de un camino recorrido en fidelidad. “Quien pierda su vida, la encontrará” –nos dice el Señor (Jn 12,25).

La íntima unión entre Aquel que envía (y todo envío procede de Dios) y aquel que es enviado, abre una dimensión más profunda. Si nos fijamos en los discípulos del Señor, vemos que aquellos que aceptan el mensaje de los enviados, acogen a Jesús mismo, que es el enviado del Padre; de manera que, a fin de cuentas, acogen al Padre: “Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado” (Mt 10,40). De este modo, el envío del Señor continúa siempre, hasta nuestros tiempos.

Si escuchamos a la Iglesia, que a su vez escucha al Señor y es enviada por Él, entonces nos encontramos en la más íntima unión con Dios, de quien todo procede. A través de estas estructuras espirituales, la misión perdura hasta nuestros días.

El lavatorio de los pies, que tuvo lugar inmediatamente antes de que Jesús pronunciara las palabras que leemos en el evangelio de hoy, nos muestra concretamente en qué consiste el servicio que debemos prestar. El amor de Dios se abaja hacia los hombres. No se presenta poderoso en el modo en que el mundo comprende el poder. No requiere medios de coacción, sino que llama a los discípulos a un servicio humilde.

En el lavatorio de los pies, el Señor estableció una señal que sirviera de orientación perenne a los discípulos. El enviado de Dios ha de cumplir su misión en la actitud adecuada. Han de ser vencidas, o al menos refrenadas, todas aquellas carencias y deformaciones de nuestra naturaleza caída: el orgullo, la vanidad, la ira, la actitud de superioridad y de querer tener siempre la razón… Así, el discípulo podrá cumplir su misión en el mismo espíritu de Aquel que lo ha enviado.

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