Ef 2,12-22
Hermanos: antes vivíais sin Cristo, erais ajenos a la ciudadanía de Israel, extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora, sin embargo, por Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo. En efecto, él es nuestra paz: el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación, la enemistad, anulando en su carne la ley decretada en los mandamientos. De ese modo creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo, estableciendo la paz y reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad. Y en su venida os anunció la paz a vosotros, que estabais lejos, y también la paz a los de cerca, pues por él unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.
Por lo tanto, ya no sois extraños y advenedizos sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús, sobre quien toda la edificación se alza bien compacta para ser templo santo en el Señor, en quien también vosotros entráis a formar parte del edificio para ser morada de Dios por el Espíritu.
Si uno se encuentra en Jerusalén al leer este pasaje de la Carta a los Efesios, como es mi caso en este preciso momento, las palabras de San Pablo pueden resultar particularmente elocuentes. El repicar de las campanas, el frecuente llamado a la oración del muecín, el shofar que anuncia el inicio del ‘shabbat’ nos recuerdan una y otra vez que en la Ciudad Santa viven personas de diversas religiones.
Muy distinto de estos llamados a la oración suena el ruido amenazador que procede de los aviones de combate. Cuando se los escucha, uno sabe que se dirigen a la Franja de Gaza, a Líbano, quizá incluso a Irán, para intentar resolver por la fuerza armada los problemas que hasta el día de hoy no han encontrado una solución pacífica en el Medio Oriente. Incluso puede suceder que uno tenga que presenciar con sus propios ojos los ataques con misiles y drones, y que en el cielo nocturno se vea un inquietante resplandor que indica que está teniendo lugar un ataque y la respectiva defensa contra los misiles.
Ciertamente una meditación bíblica como ésta no es el marco adecuado para reflexionar a detalle sobre esta situación tan compleja, con sus implicaciones políticas, históricas, religiosas y psicológicas. Sin embargo, estas palabras de San Pablo aciertan en algo esencial.
El Apóstol se dirige aquí a los efesios, que, antes de su encuentro con Cristo, vivían en el mundo como paganos, extraños a las alianzas de la promesa y separados de Dios. A raíz de ello, existía una enemistad entre los judíos y los gentiles, pero ésta fue superada por la muerte del Hijo de Dios en la cruz. Esta es una afirmación muy significativa: en Cristo fue derribado el muro de la separación, la enemistad, y a través de Él tanto los judíos como los gentiles tienen acceso al Padre en un mismo Espíritu.
¿No es ésta la solución espiritual al problema que encontramos hoy en la tierra de Jesús y de los apóstoles? Una solución que, en la medida en que se la aplique concretamente, podrá tocar todos los ámbitos necesarios para llegar a una profunda reconciliación y, en consecuencia, a una paz visible.
No podemos dar por sentado que todos los judíos en Israel viven activamente su fe. Muchos son judíos simplemente a nivel cultural, otros no creen en absoluto, mientras que otros intentan vivir concretamente su fe. Pero todos ellos tienen en común que aún no han conocido al Salvador, por lo que no viven aún en aquella gracia que Dios ofrece a todos los hombres por medio de su Hijo, dándoles libre acceso a Él.
Ciertamente, los judíos practicantes que se esfuerzan por observar los mandamientos se alimentan mucho más de lo que Dios confió a su Pueblo en la Antigua Alianza. Pero, como dice San Pablo en otra de sus cartas, “un velo ciega sus mentes” (2Cor 3,15), impidiéndoles reconocer en Jesús el rostro de Dios. Partiendo de la lectura de hoy, podemos concluir que la enemistad entre judíos y gentiles aún no ha sido superada ni ha podido llegar aquella paz en Dios que nos une. La fe judía tradicional carece de la gracia que se desprende de reconocer a Jesús como el Mesías y, por tanto, no posee en sí misma la fuerza para una verdadera reconciliación.
Fijémonos ahora en los palestinos, que en su mayoría son musulmanes. Quizá el porcentaje de los que practican su fe es mayor que entre los judíos. Pero también a ellos les falta el verdadero conocimiento de Cristo. Aunque consideran a Jesús como un profeta, no lo reconocen como el Hijo de Dios que se hizo hombre para salvar a toda la humanidad. Por tanto, tampoco comprenden su muerte redentora en la Cruz ni la gracia que llega a todos los hombres a través suyo. En este sentido, también los musulmanes carecen de la gracia de Cristo. Su propia religión no es capaz de darles la fuerza para una verdadera reconciliación y unidad con las demás personas en Dios.
Por todo lo dicho hasta aquí queda claro cuán importante es que tanto los judíos como los musulmanes –así como aquellos que no creen en Dios– reciban un testimonio auténtico de la fe cristiana. Si acogen al Señor y empiezan a vivir de acuerdo a sus enseñanzas, la gracia de Dios podrá obrar en sus corazones y así llegará aquella paz que sólo Él puede dar. Esto es lo que necesita el Medio Oriente y el mundo entero para encontrar la verdadera paz a través de la obediencia a los preceptos de Dios y la gracia del Salvador.
A aquellos judíos y palestinos que ya han tenido la dicha de conocer al Señor y le siguen, posiblemente se les encomienda hoy de forma especial la tarea de ser testigos del incomparable amor de Jesús en su tierra.