Al abordar las así llamadas “virtudes cardinales”, normalmente se empezaría con la virtud de la prudencia. Sin embargo, puesto que en los días anteriores habíamos hablado de la lucha ascética contra las pasiones, conviene que primero tratemos algo sobre la virtud de la fortaleza.
La virtud de la fortaleza
En efecto, necesitamos esta virtud para no rendirnos en la lucha y poder soportar todas las adversidades, y a veces también las derrotas. He aquí un aspecto importante de la fortaleza: es la capacidad de soportar algo en aras de un bien mayor y estar dispuestos a sobrellevar sufrimiento por ello.
Debe quedar claro que no aspiramos la virtud de la fortaleza simplemente para ser valientes así por así. Antes bien, es un bien superior el que está en juego. En el caso de la lucha contra los vicios o contra el mal en general, tenemos en vista el bien y queremos alcanzarlo.
Al recuperar el dominio sobre nuestras pasiones, podremos, por ejemplo, poner nuestros miembros al servicio de Dios (Rom 6,13). Si refrenamos la avaricia, descubrimos más a profundidad la riqueza de Dios y se nos vuelve más fácil compartir; si refrenamos nuestro deseo sexual conforme a la Voluntad de Dios, su gracia podrá desplegarse más en nosotros y no nos convertimos en motivo de escándalo para nadie, etc…
La virtud de la fortaleza se relaciona con la valentía, y se eleva y perfecciona gracias al don del Espíritu Santo: el de la fortaleza.
No sólo nos hace falta valentía y fortaleza para defendernos de los enemigos de dentro y de fuera; sino que, sobre todo, la necesitamos para recorrer por completo nuestro camino espiritual, sin detenernos en un determinado punto y huir de las purificaciones necesarias.
Santa Teresa de Ávila dice que una de las primeras condiciones para llegar a la perfección sería la fortaleza. En su autobiografía escribe: “Yo afirmo que una persona imperfecta requiere más fortaleza para recorrer el camino de la perfección que para convertirse de repente en mártir.”
Entonces, necesitamos esta virtud para continuar en el camino que hemos emprendido en pos del Señor. En estos tiempos apocalípticos, la fortaleza es indispensable para permanecer firmes y fieles a la fe y a la auténtica doctrina de la Iglesia. En un tiempo de creciente decadencia moral, de confusión –incluso dentro de la Iglesia–, de escalada persecución a los fieles, hay que perseverar y confiar en el Señor.
La fortaleza no significa exponerse intencionadamente a peligros innecesarios y no tener miedo alguno. Antes bien, significa estar dispuestos a aceptar desventajas y sufrimientos por causa del Señor, y perseverar con su gracia.
La virtud de la prudencia
Puesto que he hablado muchas veces de esta virtud, me contentaré hoy, en contexto con nuestro itinerario cuaresmal, con hacer una breve síntesis, y en el siguiente enlace podéis encontrar una descripción más extensa de la prudencia:
http://es.elijamission.net/la-virtud-de-la-prudencia/
La virtud de la prudencia no debe confundirse con aquella picardía y sagacidad que busca su propio provecho. Antes bien, la prudencia –y en particular la prudencia cristiana– mira las cosas y las circunstancias desde la perspectiva de Dios y de la eternidad:
“¿Qué es lo que más le agrada al Señor? ¿Cómo puedo acercarme más a Él? ¿Cómo puedo aprovechar lo mejor posible el tiempo que me ha sido dado para trabajar en el Reino de Dios?”
Muchos cuestionamientos similares se planteará la prudencia, prestando especial atención a los pasajes de la Escritura que, con sus consejos, le dan una respuesta. Puesto que su mirada está fija en el Señor, el espíritu de consejo le instruirá y le mostrará qué es lo apropiado o lo mejor en la situación dada.
En relación con lo que habíamos hablado de la fortaleza, la prudencia ciertamente evitaría desafíos disparatados que no tendrían otro fin que el de probar su valor. A veces esquivará los peligros, no por miedo ni autoprotección; sino porque se da cuenta de que no tiene mucho sentido exponerse a tal o cual situación. Incluso Jesús se ocultaba a veces, sustrayéndose de las amenazas (cf. p.ej. Jn 8,59).
La parábola de las diez vírgenes (Mt 25,1-12) nos muestra claramente cuán necesaria es la virtud de la prudencia. Sólo cinco de ellas, que eran prudentes, fueron admitidas al banquete de bodas; mientras que las otras cinco, que eran necias, quedaron fuera por no haber sido previsoras, llevando consigo el suficiente aceite para sus lámparas. El Señor concluye la parábola con esta advertencia: “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora” (Mt 25,13).
La prudencia y la vigilancia conforman una unión muy fructífera. La prudencia nos aconseja “aprovechar el tiempo presente”, conforme a la exhortación de San Pablo (Ef 5,16). Esto significa no dejar pasar las ocasiones que se nos presenten para hacer el bien, para practicar las virtudes, para glorificar a Dios, para cooperar en la salvación de las almas. De hecho, si desaprovechamos una oportunidad para hacer una buena obra, la habremos perdido para siempre. Ciertamente se nos presentarán otras ocasiones en el futuro; pero aquella que dejamos pasar, jamás volverá. Aquí también entraría en juego la vigilancia espiritual, advirtiéndonos que no desaprovechemos ningún momento para hacer el bien.
Tanto la virtud de la fortaleza como la prudencia son muy necesarias en nuestro camino, y deberíamos pedírselas de forma especial al Señor y también ponerlas en práctica. Dios nos dará las ocasiones para ello. Será inevitable que cometamos errores. Pero de estos errores podremos aprender, y así la prudencia nos ayudará de nuevo para estar mejor preparados la próxima vez.
Si en ciertas situaciones no fuimos valientes y nos arrepentimos de corazón de no haberlo sido, entonces esta falencia puede convertírsenos en una fuente para volver a cobrar valor y afrontar mejor la próxima situación en la que nos encontremos.
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Meditación sobre el evangelio del día: http://es.elijamission.net/2022/03/18/