El vicio espiritual más difícil de vencer es, sin duda, la soberbia. Hace falta una lucha constante y una gracia fuerte de Dios para huir del orgullo y vivir en aquella humildad que lo contrarresta y debilita decisivamente.
Juan Casiano describe a la soberbia en estos términos: “Es una bestia cruel, que ataca encarnizadamente aun a los perfectos y puede herir con veneno mortal a los que están cerca de la perfección.”
Sabemos que fue la soberbia la que hizo caer a Lucifer. Embriagado por su propia sabiduría y su alto rango, ya no quiso deberse a Dios y perdió su beatitud. Casiano continúa: “El vicio de la soberbia que lo derribó, fue transmitido por Lucifer al primer ser humano, y así se sembró en el hombre lo que se convertiría en sustancia de todos los demás pecados.”
Al igual que en la lucha contra todos los otros vicios, debemos tener en claro que es ante todo la gracia de Dios la que concede la victoria. Por tanto, es en primera instancia una victoria del Señor. Si dependeríamos de nosotros mismos, ni siquiera todas las prácticas ascéticas bastarían para hacernos triunfar, por muy útiles y necesarias que éstas sean. A veces Dios nos permite experimentar nuestra incapacidad, para preservarnos del veneno letal de la soberbia.
Conocemos bien el ejemplo de San Pablo, que recibió una “especie de aguijón” para que no se envaneciera (2Cor 12,7). A pesar de haberle rogado tres veces al Señor que se lo quitara, Él no le libró de este aguijón (v.8-9). Así, el Apóstol tenía siempre presente que todas sus sublimes revelaciones y su fecundo ministerio apostólico no se debían a sus propias fuerzas y méritos; sino a la gracia de Dios.
San Pablo no es el único que experimentó así su debilidad. En nuestro camino de seguimiento, nuestro Padre Celestial, sabiendo bien cuán tóxica es la soberbia, permite que sintamos nuestras debilidades, para que lleguemos a la misma conclusión que San Pablo: que todo se lo debemos a la gracia de Dios.
Pero esto no nos exime de cooperar en la lucha contra la soberbia. En primera instancia, hemos de implorarle al Señor la verdadera humildad y reconocer las astucias del orgullo en nuestro propio corazón. Debemos tener en claro que la soberbia siempre trata de esconderse y que es, por así decir, demasiado orgullosa como para admitir su orgullo. Una persona atrapada en tal grado de soberbia se encierra en sí misma y pretende hacerse invulnerable, sin darse cuenta del rostro tan horrible que muestra su orgullo.
Junto con la oración pidiendo verdadera humildad (que, por cierto, no es servilismo ni falsa sumisión), la gratitud es un remedio eficaz contra la soberbia. Como dice Casiano, en esto consiste la verdadera humildad. Uno puede observar que a las personas que tienden al orgullo les cuesta ser agradecidas.
En este sentido, podemos examinar nuestro corazón recurriendo a este criterio: ¿Somos agradecidos o más bien damos todo por sentado, como si fuera nuestro derecho? ¿Será que incluso tenemos en nuestro interior una actitud de acusación, ya sea contra el prójimo, contra la vida o incluso contra Dios mismo?
La humildad –el remedio para toda soberbia– podemos aprenderla, en primer lugar, del Señor mismo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Fil 2,6-7).
En todo, Jesús obedeció al Padre y lo glorificó. Éste es también el llamado que se nos dirige: no buscar colocarnos nosotros mismos en el centro de atención, sino servir como lo hizo el Señor (Mt 20,28).
He aquí otro punto para crecer en la verdadera humildad: la actitud de servicio. Servimos al Señor como hijos suyos y servimos a los hombres como el Señor les sirvió. También el meditar la actitud de la Virgen María frente a Dios nos ayudará a adquirir aquella receptividad que, a su vez, fomenta la humildad.
Además, hemos de vigilar sobre nuestro propio corazón, percibiendo las actitudes y los pensamientos soberbios, apartándonos de ellos y presentándoselos al Señor. A medida que crezcamos en el conocimiento de nosotros mismos, nos resultará más fácil percibir nuestra soberbia.
En el contexto de nuestro itinerario cuaresmal, no podemos enlistar todas las astucias de la soberbia. Hay muchos buenos libros que nos ayudan a contrarrestar este mal. Yo mismo también trato una y otra vez este tema en las meditaciones diarias y en las conferencias. Por desgracia, es necesario hacerlo.
Por hoy, quedémonos con lo siguiente: alabemos con profunda gratitud todo lo que Dios ha hecho y seguirá haciendo por nosotros. Tengamos presente que nunca seríamos capaces de vencer por nosotros mismos el vicio de la soberbia, así como ningún otro vicio. Pidámosle al Señor la gracia de identificar y combatir mejor nuestro orgullo y de crecer en humildad. Con la mirada puesta en Jesús, entremos en su escuela para aprender a glorificar al Padre y servir a los hombres. Velemos sobre nuestro corazón, para –de ser posible– percibir y rechazar la soberbia ya en sus primeras manifestaciones.
En la meditación de mañana, veremos en retrospectiva las etapas que hemos recorrido hasta ahora en nuestro itinerario cuaresmal, respiraremos profundamente y luego nos fijaremos en algunas virtudes. En efecto, son ellas las que deben ocupar el lugar de los vicios en nuestro corazón, haciendo brillar la belleza y la dignidad de nuestro camino con el Señor.
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Meditación sobre la lectura del día: http://es.elijamission.net/2022/03/16/
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