En nuestro itinerario hacia la gran Fiesta de la Resurrección, hemos de recorrer cada día de forma consciente y con la gracia de Dios, como una etapa del camino. Para ello necesitamos perseverancia, pues en nuestro caminar podemos vérnoslas con un demonio al que los padres del desierto llamaban “acedia” o “demonio del mediodía”. Esta acedia –que podemos describir como un desgano o pereza espiritual– está relacionada con la “tristitia” (tristeza) de la que hablábamos ayer. Los monjes en el desierto se veían atacados por la acedia, pero también a nosotros puede afectarnos, por lo que conviene saber al menos algo sobre ella.
- Lucha contra la acedia
La acedia puede manifestarse de diversas maneras: a nivel físico y también espiritual. A veces podemos ver su efecto sobre los jóvenes, cuando están desmotivados y hoy en día muchas veces atrapados en las múltiples ofertas de los medios de comunicación.
“La pereza es la madre de todos los vicios” –dice un famoso proverbio. Por tanto, es importante dedicarse a un trabajo provechoso y hacer el bien.
Las palabras de San Pablo “si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2Tes 3,10), eran un motivo para que los monjes estuvieran siempre ocupados en algo provechoso, para que el “demonio del mediodía” no los atacara, queriendo distraer su atención de Dios y haciendo que todo parezca difícil y adverso. La acedia viene de la mano con la tentación de creer que nada tiene sentido, con el desgano por la oración, por el trabajo, etc…
Ciertamente también se debe tener cuidado de no caer, en el extremo opuesto, en una obsesión por el trabajo o en una sobrecarga laboral, que también puede repercutir negativamente en la vida espiritual.
En Egipto, donde iniciaron las primeras comunidades de los padres del desierto, se aplicaba desde tiempos remotos este principio: un monje que trabaja es pellizcado por un demonio; uno que evade el trabajo, en cambio, es atacado por incontables.
Se contrarresta la acedia tomando una firme decisión de la voluntad e invocando la ayuda de Dios. Puede suceder que uno tenga que hacerse violencia a sí mismo para percatarse de que la pereza realmente es muy perjudicial para la vida. Si la acedia viene acompañada de la tristeza, entonces habrá que rechazar simultáneamente ambos vicios con la ayuda de Dios.
Llegados a este punto, quisiera aclarar que, en lo que he dicho sobre la lucha contra estos dos vicios, me refiero a personas psicológicamente sanas, o que al menos no tengan una enfermedad psicológica. En este último caso, haría falta un análisis mucho más detallado de las causas y, en consecuencia, también se propondría una forma más específica y adaptada a la situación para lidiar con estos vicios.
- Lucha contra la vanagloria (cenodoxia)
Por una parte, este vicio es muy frecuente; por otra parte, es difícil identificarlo. Por lo general, no es tan evidente como otros vicios, y puede esconderse detrás de todo tipo de cosas. Resulta particularmente perjudicial cuando se manifiesta en la vida religiosa. Fue ésta la tentación en la que cayeron ciertos escribas y fariseos, como el Señor señala repetida y claramente en el Evangelio (cf. p.ej. Mt 23,2-7).
Si uno quiere luchar contra algo, primero tiene que reconocerlo; y debo añadir, querer reconocerlo. Es aquí donde puede interponerse la soberbia, de la cual tendremos que hablar más adelante.
Juan Casiano escribe a este respecto: “No hay nada noble, virtuoso y piadoso que no pueda convertirse en ocasión y estímulo para la vanagloria. Como un peñasco escondido bajo las olas, ella trae un repentino y deplorable naufragio a quien navega bajo un viento favorable, en cuanto éste se descuida y deja de estar en alerta.”
¿Cómo podemos rastrear e identificar a la vanagloria, siendo así que es una “bestia multiforme y siempre cambiante”?
En primera instancia, es importante que no cerremos los ojos frente a la maldad de este vicio; es decir, que estemos dispuestos a reconocer nuestras faltas y le pidamos al Señor que nos conceda el conocimiento de nosotros mismos.
Estas sencillas preguntas podrían ayudar para un examen:
¿Somos de esas personas a las que les gusta hablar de sí mismas y mencionar sus buenas obras? ¿Nos gusta presumir de que conocemos a tal o cual personaje famoso (aunque sea sólo en nuestra imaginación)? Esto cuenta también para el ámbito religioso: “Conozco a tal cardenal, a tal obispo, a tal figura carismática, etc…”
¿Reaccionamos con excesiva sensibilidad cuando creemos que nuestro honor ha sido ofendido? ¿Estamos muy pendientes de escuchar lo que otros dicen sobre nosotros?
Podríamos enumerar aquí muchos cuestionamientos más que pueden apuntar a la vanagloria, pero los volveremos a poner sobre la mesa cuando abordemos específicamente el tema de la soberbia.
Conocemos bien los consejos que nos da el Evangelio para combatir la vanagloria. Hemos de hacer las cosas en lo secreto (Mt 6,3.6.17), con la mirada puesta en Dios, como habíamos visto en el tercer día de nuestro itinerario cuaresmal. No debemos llamar la atención ni querer agradar a los hombres; no debemos imponernos ni buscar estar en el centro de atención, sino que, por ejemplo, estando en una conversación, hemos de percibir y aguardar el momento en que se nos pide un aporte.
Juan Casiano menciona que, mientras todos los otros vicios se van debilitando con cada vez que los superamos, sucede lo contrario con la vanagloria, que ataca con más fuerza cuando se la intenta combatir.
Por ello, es aún más importante que realmente la rastreemos y, con la ayuda de Dios, la venzamos.
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