En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos y algunos escribas que habían llegado de Jerusalén.
Y al ver que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas –es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas–, los fariseos y los escribas le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?” Él les respondió: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, pues enseñan doctrinas que son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres.” Les decía también: “¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición! Porque Moisés dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre’ y ‘El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte’. Pero vosotros decís que si uno dice a su padre o a su madre ‘Lo que de mí podrías recibir como ayuda lo declaro Korbán –es decir, ofrenda–‘, ya no le dejáis hacer nada por su padre y por su madre. Así, con vuestra tradición que os habéis transmitido, anuláis la palabra de Dios; y hacéis muchas cosas semejantes a éstas.”
¡La hipocresía! Éste es un serio reproche que el Señor levanta contra los fariseos. Ser hipócrita significa que hacia afuera uno actúa de tal forma que parezca piadoso y sincero ante los demás; pero, al mismo tiempo, uno lleva por dentro otra intención oculta.
Ciertamente se trata de un estado grave, que con justa razón el Señor denuncia, sobre todo cuando se relaciona con el ámbito religioso. Aquí resulta particularmente grave, porque el hombre se engaña a sí mismo en un campo tan sensible como lo es su relación con Dios.
¿Cómo se produce esta actitud? Jesús mismo nos da una respuesta, citando al Profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, pues enseñan doctrinas que son preceptos de hombres.”
En efecto, nuestro corazón puede enfriarse, incluso en el ámbito religioso. Podemos rendir culto de forma exterior, participar de los rituales y oraciones, pero el corazón está lejos, ocupado con otras cosas. Así sucede lo que se describe en estas palabras del Profeta: despojamos a las cosas de su sentido más profundo y las cambiamos de acuerdo a nuestro propio interés. En muchas partes del Nuevo Testamento el Señor nos advierte de este peligro.
Por ejemplo, cuando los fariseos buscan ser honrados por las personas, en vez de por Dios, están abusando de su posición privilegiada en el Pueblo de Israel, para sentirse grandes en este prestigio. Se trata de un proceso sutil, que tal vez no siempre se dé de forma bien consciente, pero que sin embargo enfría el corazón, pues el amor que le corresponde a Dios se desvía hacia uno mismo. Si este proceso se repite frecuentemente y de diversas formas, entonces puede degenerar en hipocresía, utilizando la religión como una máscara tras la cual se esconden otras intenciones.
En el caso que reprocha Jesús en el evangelio de hoy, podemos encontrar una cierta avaricia, que llevaba a los fariseos a violar los mandatos del Señor para reemplazarlos por otros que correspondieran a sus propios intereses.
Puesto que somos humanos, nunca debemos sentirnos superiores, creyendo que sólo los demás pueden caer en este tipo de actitudes. Para ello es importante conocernos a nosotros mismos a la luz de Dios, pues también en nuestro corazón pueden habitar estas actitudes. ¡Que Dios nos libre de la hipocresía!
Puede haber muchas fases previas hasta llegar a tal actitud, y conviene detectar a tiempo estas tendencias en nosotros. Si en el evangelio de hoy Jesús nos dice que estas aberraciones se dan por tener el corazón lejos de Dios, nos está dando al mismo tiempo una pista para combatirlas; a saber, que nuestro corazón le pertenezca enteramente a Él. No en vano el primer mandamiento nos dice: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,30).
También a quienes llevamos ya un buen tiempo siguiendo al Señor, puede sucedernos que nuestro corazón parezca frío e indiferente, y que le falte ese fuego del amor. Entonces, debemos examinar cuidadosamente por qué hemos llegado a tal estado: ¿hemos estado vigilantes?, ¿realmente hemos aprovechado los tiempos de oración para dialogar con Dios, abrirle nuestro corazón, buscar su cercanía?, ¿quizá nos hemos dejado llevar por pensamientos y sentimientos que nos han alejado de Dios?, ¿o acaso hemos cultivado vanidades o buscado distracciones en exceso?, ¿hemos sido delicados en el trato con el prójimo y hemos intentado servirle?
En pocas palabras: es bueno hacer un sincero examen de conciencia para constatar si la frialdad que percibimos en nuestro corazón podría haber sido causada por nuestra propia negligencia. Si es así, deberíamos inmediatamente poner en orden ante Dios todas las cosas que nos han apartado de Él, y pedirle que haga a un lado todos los obstáculos. Si nuestra voluntad está debilitada o nos parece estar como paralizada, entonces pidámosle al Señor que la fortalezca.
Nos quedará claro cuán importante es la vigilancia sobre nosotros mismos –que, por cierto, tampoco debe degenerar en escrúpulos–, cuando consideramos que el alejamiento de Dios no necesariamente sucede en un instante, sino que puede darse muy despacio y poco a poco convertirse en algo habitual, así como sucede también con el pecado. Entonces, el corazón se oscurece más y más, y al final puede incluso llegar a los excesos de la hipocresía y a la dureza del corazón. Llegados a ese punto, apenas queda disposición para una conversión.
Pero también puede suceder que, tras haber hecho el examen de conciencia, no podamos descubrir nada esencial que le hubiéramos negado a Dios o en que lo hubiésemos descuidado. Entonces, la frialdad que sentimos en nuestro corazón puede tener otras causas. En este caso, conviene simplemente entregarle a Dios ese frío corazón y seguir sirviéndole a Él con nuestra voluntad y las obras correspondientes. Porque, “aunque nuestra conciencia nos condene, Dios, que lo sabe todo, está por encima de nuestra conciencia” (1Jn 3,20).
Un buen remedio para evitar que nuestro corazón se aparte de Dios es la oración constante y fervorosa pidiendo humildad. Un corazón humilde no puede extraviarse hasta el punto descrito en el evangelio de hoy.
La intercesión de la Virgen María y nuestra súplica de que Ella siempre nos asista para amar a Dios de todo corazón, nos ayudará a recorrer con sinceridad el camino de seguimiento de Cristo.
NOTA: Puesto que hoy es el día 7 del mes, que siempre lo dedicamos de forma especial a nuestro Padre Celestial, queremos invitaros a escuchar los “3 minutos para Abbá”, que es un pequeño impulso que publicamos a diario con el fin de profundizar la relación de confianza con Dios Padre. Podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:
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