Después de la serie de las tres últimas meditaciones, en las que abordamos la crisis de la misión de la Iglesia a la luz del testimonio de los apóstoles, recorreremos los últimos capítulos de los Hechos de los Apóstoles. Lo haremos con un esquema un poco distinto al de las últimas semanas, ya que los últimos capítulos hablan por sí mismos. Solo puedo recomendar vivamente a todos que se tomen el tiempo de leerlos en su totalidad. Son muy ricos en el sentido de que narran los siguientes viajes misioneros de San Pablo y todo lo que aconteció en ellos. Sin embargo, en las siguientes meditaciones me limitaré a resumir los acontecimientos, haciendo énfasis en uno que otro punto clave.
Después de partir de Atenas, Pablo pasó un tiempo muy fructífero en Corinto (Hch 18). Allí fue reconfortado por el Señor a través de una visión, quien le dijo que no tuviera miedo y que nadie podría hacerle daño (vv. 9-10). Pablo permaneció un año y seis meses en Corinto (v. 11).
Cuando Pablo continuó su viaje misionero, llegó a Éfeso y permaneció allí dos años (Hch 19,10). Debido a la persistente oposición de los judíos, ya no predicaba en las sinagogas, sino que pusieron a su disposición otro lugar (v. 9). Muchas personas que habían practicado la magia se convirtieron al Señor y quemaron sus libros delante de todos (v. 19).
Entonces Pablo tuvo que enfrentarse a la revuelta de los orfebres iniciada por un tal Demetrio, que labraba en plata templetes de la diosa Artemisa. Al ver que muchas personas abandonaban la idolatría y se convertían a causa de su predicación, temían que su negocio se arruinara y quisieron deshacerse de Pablo y sus compañeros (vv. 24-28). Sin embargo, en este caso, las autoridades locales protegieron a los apóstoles (vv. 35-40).
Entonces, Pablo continuó su viaje y volvió a Macedonia, permaneciendo varios meses en Grecia (Hch 20,1-3). La noche antes de partir de Tróade, sucedió que un joven se quedó dormido durante un largo discurso nocturno del Apóstol y se cayó del tercer piso por la ventana, y Pablo lo resucitó (vv. 9-12).
Su viaje les llevó de Tróade a Mileto. Allí, Pablo pronunció un conmovedor discurso de despedida, del cual escucharemos a continuación una parte, pues expresa claramente la razón por la que sabía que debía dirigirse a Jerusalén. Dirigiéndose a los presbíteros, pronunció estas palabras:
“Vosotros sabéis que he dado testimonio tanto a judíos como a griegos para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesús. Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,21-24).
Aquí podemos echar un vistazo al alma del Apóstol de los Gentiles. Es un encadenado por causa del Señor. En una de sus epístolas atestigua que está atado a un deber que le incumbe (1 Cor 9, 16). Se trata de una obligación del amor: dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios. Todo lo demás está subordinado a esta meta.
Pablo sabe que no volverá a ver a los presbíteros de Éfeso y les advierte sobre los peligros que se avecinan:
“Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y que de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas, con el fin de arrastrar a los discípulos tras ellos. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros” (Hch 20,29-31).
Entonces, Pablo partió hacia Jerusalén pasando por Cesarea. Allí los discípulos trataron de disuadirle de que subiera a Jerusalén, pues un profeta había anunciado que allí sería atado y entregado a los gentiles (Hch 21,10-14). Pero Pablo no se dejó convencer, pues, al igual que su Señor, quería cumplir la voluntad de Dios, aunque implicara peligros y muerte.
Cuando llegó a Jerusalén, fue recibido por los discípulos y presbíteros (vv. 17-18). Pero los judíos hostiles no tardaron en enterarse de su llegada. Al verlo, quisieron matarlo (vv. 27-31). Sin embargo, a duras penas las autoridades romanas lograron impedirlo y arrestaron a Pablo (v. 32). Pero, antes de llevárselo, le permitieron hablar a la multitud enfurecida (vv. 39-40).
Pablo contó la historia de su conversión y atestiguó que había sido enviado por el Señor a predicar el Evangelio a los gentiles. Cuando mencionó esto, la gente empezó a gritar: “¡Haz que desaparezca de la tierra! ¡No merece vivir!” (Hch 22,22).
Al día siguiente, el tribuno convocó al Sumo Sacerdote y al Sanedrín en pleno para averiguar con certeza de qué acusaban a Pablo. Pero éste se defendió y habló de la resurrección de los muertos, sabiendo bien que era un tema de debate entre los fariseos y los saduceos, y efectivamente se produjo de inmediato un altercado entre ambos bandos (Hch 23,6-7). Puesto que el altercado iba en aumento, el tribunal, temiendo que Pablo fuese despedazado por ellos, ordenó que lo llevaran al cuartel (v. 10).
Entretanto, más de cuarenta judíos se confabularon y juraron matar a Pablo (vv. 12-13). Sin embargo, el tribuno se enteró de la conspiración y llevó a Pablo bajo fuerte custodia a Cesarea, al procurador Félix (vv. 23-24).
Meditación sobre la lectura del día (Solemnidad de la Ascensión): https://es.elijamission.net/sereis-mis-testigos-2/
Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/fiesta-de-la-ascension-del-senor-la-alegria-de-los-discipulos/