HECHOS DE LOS APÓSTOLES: El testimonio de los apóstoles y la crisis actual de la misión (I)

En los capítulos de los Hechos de los Apóstoles que hemos recorrido hasta ahora, hemos podido ver claramente cómo el Espíritu Santo, en cooperación con los apóstoles, llevó el Evangelio tanto al mundo judío como al gentil. Arriesgando sus vidas y bajo todo tipo de persecuciones y maltratos, los apóstoles no cesaron de anunciar el Evangelio dondequiera que el Espíritu de Dios los guiara. Inicialmente se enfocaron sobre todo en los judíos, pero, gracias a la guía divina, les fue quedando cada vez más claro que era preciso extender la Buena Nueva por todo el mundo, conforme al mandato que el Resucitado había dejado a sus discípulos: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará” (Mc 16,15-16).

Una dificultad que tuvieron que afrontar una y otra vez fue la resistencia tenaz y despiadada de los judíos, que incluso perseguían a los apóstoles en las otras ciudades donde éstos iban a predicar el Evangelio, incitando a las autoridades y a la gente contra sus enseñanzas. ¡Cuántas veces tuvieron que huir! Sin embargo, la Palabra de Dios seguía extendiéndose y llegando a los gentiles.

Cuando Pablo llegó a Corinto, “se entregó de lleno a la predicación de la palabra, dando testimonio a los judíos de que Jesús es el Cristo” (Hch 18,5). Pero una vez más se encontró con la persistente resistencia de los judíos hostiles, lo que le movió a exclamar estas fuertes palabras: “Como se le oponían y blasfemaban, sacudió sus vestidos y les dijo: ‘¡Que caiga vuestra sangre sobre vuestra cabeza! Yo soy inocente. Desde ahora me dirigiré a los gentiles’” (v. 6). ¡Una decisión de gran alcance del Apóstol!

Aunque en la evangelización no puede ejercerse ningún tipo de coacción física o psicológica ni recurrir a medios desleales, sigue teniendo una importancia crucial si las personas aceptan o no la fe. Se trata de la verdad, y cada persona está llamada a vivir de acuerdo a ella. Si no lo hace, se encuentra fuera de la gracia de Dios. Su vida carece de lo esencial y permanece bajo el dominio del pecado. Los apóstoles estaban conscientes de ello. Por eso estaban dispuestos a asumir cualquier fatiga. En su Carta a los Corintios, San Pablo atestigua todo lo que tuvo que sufrir por causa de la misión (2Cor 11,23-28).

Ya lo he mencionado en varias ocasiones, pero en este contexto quiero volver a recalcarlo: la misión de la Iglesia se encuentra actualmente en una grave crisis. Mientras los apóstoles y los misioneros que les siguieron a lo largo de los siglos estaban convencidos de que había que llevar el Evangelio a todos los hombres para que se salven, en las últimas décadas hemos tenido que escuchar con creciente frecuencia un tenor distinto. Hasta ahora, estaban en vigor las siguientes palabras de San Agustín y la Iglesia siempre había mantenido esta certeza:

“Sólo la religión cristiana señala el camino para la salvación del alma, accesible para todos. Sin ella, nadie se salva. Es el camino regio, pues es el único que no conduce a un reino que tambalea entre alturas terrenales, sino a un Reino duradero en estabilidad eterna” (De civitate Dei, 10, 32,1).

En las últimas décadas se desarrolló la teoría de los llamados «cristianos anónimos», aceptada también por representantes de la jerarquía eclesiástica. Según esta teoría, la misión consistiría en despertar entre los hombres la conciencia de la salvación en Cristo y, en consecuencia, de su filiación divina. En este sentido, ni la conversión ni el santo bautismo serían indispensables para la salvación.

Mientras que en el pasado la Iglesia sostenía que las demás religiones contenían errores, la relación con ellas tomó otro rumbo a raíz de la declaración «Nostra aetate» del Concilio Vaticano II. Entre otras cosas, se afirmaba en dicho documento: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que hay santo y verdadero en estas religiones». Se quería destacar los elementos positivos de las otras religiones. Así comenzó el llamado «diálogo interreligioso».

En el último pontificado, se publicó el 4 de febrero de 2019 la Declaración de Abu Dabi, que fue un paso más allá al afirmar que “el pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos”.

Con justa razón, esta declaración suscitó una considerable resistencia en el interior de la Iglesia, ya que hacía énfasis en la igualdad de todas las religiones. El entonces pontífice volvió a expresar este punto de vista en un encuentro interreligioso en Singapur el 13 de septiembre de 2024:

“Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí.”

Resulta evidente la contradicción entre estas declaraciones y la predicación de los apóstoles y de la Iglesia a lo largo de los siglos. Mañana retomaremos este tema y abordaremos sus implicaciones. En una tercera meditación, analizaremos si hay señales que sugieran que en el nuevo pontificado se corrijan estas tendencias de acuerdo con la doctrina y la práctica tradicionales de la Iglesia.

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