Evangelio de San Juan (Jn 6,60-71): «Tú eres el Santo de Dios»

Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” Jesús, conociendo en su interior que sus discípulos estaban murmurando de esto, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen.” (Es que Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.) 

Y decía: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí, si no se lo concede el Padre.” Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él. Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.” Jesús les respondió: “Fijaos, yo os he elegido a vosotros, los Doce. Y, sin embargo, uno de vosotros es un diablo.” Se refería a Judas, hijo de Simón Iscariote, porque él, aun siendo uno de los Doce, era el que le iba a entregar.

Como vemos, Jesús no estaba dispuesto a hacer concesiones en la verdad de su mensaje con el fin de que todos le siguieran. Aun conociendo las murmuraciones de quienes le seguían, Jesús no podía ni quería suavizar su mensaje, pues eso habría supuesto traicionar la misión que el Padre le había confiado y, por ende, traicionarse a sí mismo.

Continúa instruyendo a los discípulos: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”

El Señor intenta una y otra vez dejar claro que Él actúa como Dios y como hombre, y que toda su venida debe entenderse como una revelación del Padre Eterno a través suyo. Dios es Espíritu y, por tanto, debemos entenderlo también en el Espíritu que nuestro Padre derrama sobre nosotros en abundancia. Cuando uno responde a la invitación del Espíritu, los ojos se abren y uno empieza a ver. El entendimiento humano no es capaz de abarcar por sí mismo las cosas divinas. Necesita la luz del Espíritu Santo para ver con los ojos de la fe.

Esto queda claro a partir del pasaje de hoy: una parte de los discípulos que se habían reunido en torno a Jesús consideraban su lenguaje demasiado duro y decidieron dejar de seguirle. Su fe no había echado raíces tan profundas como la de Pedro.

Jesús no retuvo a los que querían marcharse. Se dirigió entonces a los Doce que había elegido: “¿También vosotros queréis marcharos?”, a lo cual Simón Pedro dio aquella respuesta que hasta el día de hoy conmueve el corazón de todo creyente y le mueve a decir junto a él: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.”

Aquí nos encontramos con la verdadera fe. Una vez que hemos conocido al Señor, no hay otro camino sino Él. Si el Espíritu Santo nos ha conferido esta convicción y nosotros nos aferramos a ella, entonces lo decisivo ha sucedido en nuestra vida y solo podemos implorar al Señor que nunca permita que nos alejemos de Él.

Esta fe nos mueve entonces a aceptar, conservar y atestiguar todas las verdades que nos transmite la Palabra de Dios y el auténtico Magisterio de la Iglesia. Por desgracia, no podemos descartar que algunas de estas doctrinas parezcan «demasiado duras» para las personas de hoy y que sean contrarias al «espíritu del tiempo». Entonces, ¿es posible suavizarlas para que el mayor número posible de personas abrace la fe? ¿Es posible, por ejemplo, renunciar a la convicción de que Jesús es el único camino hacia el Padre, considerando que hoy en día la tendencia es decir que todas las religiones conducen a Dios, como hemos escuchado incluso desde las posiciones más altas de la Iglesia?

¡No! No se puede traicionar la verdad que nos ha sido revelada. Aquí debemos aprender del ejemplo de Jesús: aunque llegue a suceder que ciertas personas se alejen de nosotros por defender firmemente la verdad que Dios nos ha confiado, no podemos hacer concesiones ni relativizarla. Debemos estar dispuestos a pagar ese precio.

Debió de ser sumamente doloroso para nuestro Señor el saber que uno de los Doce era un “diablo”. Aunque había convivido tres años con Jesús, visto sus milagros y escuchado sus palabras, se convirtió en el traidor. El diablo pudo ejercer su influencia en él hasta el punto de que entregara a Jesús. Conocemos el trágico final de Judas (Mt 27,3-5).

El caso de este discípulo debe servirnos de advertencia para que nunca decaiga nuestra fe y nos anclemos más en Jesús. Podemos implorar al Señor que nunca nos permita alejarnos de Él y que siempre se interponga cuando estemos en peligro de desviarnos.

Aferrémonos a la maravillosa confesión de Pedro, que puede servirnos de faro en todos los tiempos de oscuridad y confusión que tengamos que atravesar, un faro que no pierde su luz aunque se intente oscurecer la profesión de fe: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.”

Descargar PDF

Supportscreen tag