Evangelio de San Juan (Jn 6,1-21): Nuevos signos del Señor

Después de esto, se trasladó Jesús a la otra orilla del mar de Galilea (el de Tiberíades), y mucha gente le seguía, porque veían los signos que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él tanta gente, preguntó a Felipe: “¿Dónde nos procuraremos panes para que coman éstos?” Se lo decía para probarle, porque él ya sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco.” Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?” Replicó Jesús: “Haced que se recueste la gente.”

(Había en el lugar mucha hierba.) La gente se recostó: eran unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados, y lo mismo los peces. Comieron todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: “Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda.” Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente el signo que había realizado, comentaba: “Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo.” Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo. 

Cuando estaba atardeciendo, bajaron sus discípulos al mar, embarcaron y pusieron rumbo a la otra orilla, hacia Cafarnaún. Ya había oscurecido y Jesús aún no se había reunido con ellos. El mar estaba agitado a causa del fuerte viento que soplaba. Después de remar unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús que andaba sobre el mar y se acercaba hacia la barca, y les entró miedo. Pero él les dijo: “Soy yo, no temáis”. Entonces ellos quisieron que subiera a la barca; y al instante la barca llegó a tierra, al lugar adonde iban.

Entretanto, muchas personas seguían a Jesús, tras haber visto u oído hablar de los signos que realizaba. Los enfermos esperaban ser curados. La multitud le había seguido hasta la otra orilla del Mar de Tiberíades. Se acercaba la Pascua, también conocida como “fiesta de los ázimos”, una de las tres fiestas principales de los judíos. Con esa ocasión, muchos de ellos peregrinaban al Templo en Jerusalén.

Jesús había subido a un monte con sus discípulos. Pero, al ver a tanta gente que venía hacia él (las Escrituras dicen que eran cinco mil hombres), quiso saciarlos también físicamente. Antes de realizar el signo, Jesús puso a prueba la fe de sus discípulos, porque, humanamente hablando, hubiera sido imposible saciar a toda esa multitud. Tal vez quería ver si ya tenían suficiente fe y, por tanto, confiaban en que Jesús encontraría la solución correcta en estas circunstancias.

Con la multiplicación de los panes y de los peces, Jesús realizó un nuevo y gran signo. Este milagro despertó la fe de los presentes, que se convencieron de que Él debía ser el profeta que iba a venir al mundo. Pero el Señor huyó de ellos cuando se dio cuenta de que querían hacerle rey, y subió al monte él solo.

En efecto, Jesús no vino al mundo para instaurar un reino terrenal. Lo dejó claro sobre todo ante Pilato, el representante del poder romano, a quien los judíos habían entregado a Jesús para que lo condenara a muerte. El Reino del Señor no es de este mundo (Jn 18,36). Jesús vino para liberar a los hombres de las cadenas del pecado y conducirlos a la libertad de los hijos de Dios. Por eso, durante el tiempo de su vida terrenal nunca cooperó con los poderes políticos ni recurrió a medios políticos para establecer su Reino en la tierra.

El signo de la multiplicación de los panes tampoco pretendía ser una ocasión para que la gente lo convirtiera en un rey terrenal. Antes bien, era un signo de la amorosa providencia y omnipotencia del Padre Celestial, que además debía recordar a los judíos el maná con el que Dios había alimentado a su pueblo durante su travesía en el desierto.

Es importante que nosotros los cristianos, que queremos imitar al Señor, aprendamos de su ejemplo para no recurrir a los medios equivocados al anunciar el Evangelio y conquistar almas para Dios. Todo tipo de coacción o manipulación, toda instrumentalización de oportunidades terrenales, es ajena a la evangelización.  Es una tentación que se ha hecho presente una y otra vez a lo largo de la historia de la Iglesia.

Pensemos en el Señor mismo, en los apóstoles que le siguieron y en los grandes misioneros. Ellos no se hicieron proclamar reyes terrenales con la intención de extender el Reino de Dios en la tierra. Su “realeza” es distinta, no es de este mundo.

Jesús permaneció en el monte hasta la noche. Cuando los discípulos se encontraban en la barca para ir a Cafarnaún, vieron cómo Jesús se acercaba a ellos caminando sobre el mar en plena tempestad. Ellos se asustaron, pensando quizá que podría ser un fantasma. Pero Jesús se dio a conocer y les dijo que no tuvieran miedo. Los discípulos supieron entonces que Jesús también era el Señor de los elementos y que podía hacer uso de su autoridad en cualquier situación. Todo esto debía fortalecer su fe.

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