Evangelio de San Juan (Jn 3,9-21): Nicodemo y el mensaje de Jesús

Nicodemo preguntó: “¿Cómo puede ser eso?” Jesús le respondió: “Tú, que eres maestro en Israel, ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra no creéis, ¿cómo vais a creer si os hablo de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

Y el juicio consiste en que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal odia la luz y no se acerca a ella, para que nadie censure sus obras. Pero el que obra la verdad, se acerca a la luz, para que quede de manifiesto que actúa como Dios quiere.”

Jesús se toma tiempo para Nicodemo y le explica muchas cosas que él evidentemente aún no comprendía en ese momento. Sin embargo, su encuentro con Jesús debió conmoverle tan profundamente que más tarde habló en su favor ante el Sanedrín: “¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?” (Jn 7,51). También sabemos que Nicodemo estuvo presente en la sepultura de Jesús, junto con José de Arimatea, que era discípulo suyo en secreto (Jn 19,38), y llevó una mezcla de mirra y áloe. “Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas” (Jn 19,40). Quizá también Nicodemo se había convertido en discípulo de Jesús en secreto.

¿Qué le habrá conmovido de forma especial de las palabras del Señor? Seguramente la alusión de Jesús a la serpiente elevada en el desierto, un pasaje que él, como magistrado judío, habrá conocido bien de la Escritura. Tal vez le sobrevino un presentimiento más fuerte de quién era Jesús cuando Él comparó esta serpiente con el Hijo del hombre, que tiene que ser elevado para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Si al inicio de la conversación las palabras de Jesús eran evidentemente un misterio para Nicodemo y le preguntaba con insistencia cómo podía ser, ahora ya no escuchamos ningún cuestionamiento de su parte. Simplemente escucha a Jesús. Si la mención de la serpiente elevada en el desierto había abierto una rendija en la puerta de su corazón, la belleza de la enseñanza del Señor podía ahora tocarle más profundamente.

¿Y qué escuchó entonces? El mensaje eterno, el mensaje de inconmensurable amor: el Mesías vino al mundo porque el Padre Celestial lo envió para redimir a la humanidad. Viene a salvar a los hombres y no a juzgar. Todo el que crea en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna.

Éste es, querido Nicodemo, el núcleo del mensaje del Señor. Lo que Jesús te dijo en aquella noche es lo que seguimos anunciando a los hombres hasta el día de hoy, muchos siglos después. El mensaje sigue siendo igual de cierto, porque el Hijo del hombre, que bajó del cielo, nos lo ha dado a conocer.

La parte que ahora corresponde a los hombres es creer en Aquel que se ha revelado como el Mesías esperado por tu pueblo y, por tanto, como el Salvador de toda la humanidad. Creer en Él y seguirle es la vida. No creer en Él es ser juzgado por no haber creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

Por eso, hoy en día sigue siendo igual de urgente que los hombres reciban el mensaje de la salvación. Jesús nos dejó en claro que pueden amar las tinieblas más que la luz, porque sus obras son malas. En realidad, resulta difícil creerlo, siendo así que los hombres fuimos creados para vivir en la luz de Dios. Sin su luz, todo es oscuridad y muerte. Y sin embargo, querido Nicodemo, si Jesús lo dice, es verdad. Todo el que obra el mal odia la luz, porque su alma está sumida en tinieblas y permanece en ellas hasta que se encuentra con el Señor y se convierte a Él.

Como maestro en Israel, tú sabías y enseñabas que debemos vivir en la verdad. Sin duda tú mismo también lo ponías en práctica, de lo contrario no habrías ido de noche a buscar a nuestro amado Señor. Y ahora aprenderás de su propia boca que Él mismo es la verdad (Jn 14,6). Es a Él a quien habías seguido desde siempre: el Hijo del Eterno Padre. ¡Es Él! Confío en que más adelante lo entendiste plenamente y cobraron sentido para ti las palabras que inicialmente te resultaban tan incomprensibles. Lo buscaste por la noche para hablar con Él, lo defendiste ante el Sanedrín, junto a José de Arimatea lo honraste con una digna sepultura. Por tanto, eres sin duda uno de aquellos de quienes Jesús dijo: “El que obra la verdad, se acerca a la luz, para que quede de manifiesto que actúa como Dios quiere.”

La próxima vez que me arrodille en la “piedra de la unción” en Jerusalén, me acordaré de ti.

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