“Os he dicho todo esto con comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre”. Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación; ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios”. “¿Ahora creéis? -les dijo Jesús-. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.”
El Padre Celestial ama a aquellos que creen en su Hijo, pues esa es su voluntad para todos los hombres. Cuando una persona acepta a Jesús, le ama y le sigue, vive en la gracia de Dios y el amor divino puede llegar a ella.
No cabe duda de que Dios ama a todos los hombres. De lo contrario, no habría enviado a su Hijo para redimirlos. Con un amor solícito, nuestro Padre sale en busca de cada persona para que se salve. Pero existe una diferencia decisiva: quien obedece a Jesús empieza a modelar su vida sobre este amor que le ha hallado y se deja formar conscientemente por él. La luz de Dios ha brillado sobre él, de modo que despierta cada vez más de las tinieblas. Si recorre fielmente su camino, el Hijo de Dios tomará cada vez más forma en él y su pensar y actuar se irá asemejando al de Jesús, ya que ha puesto su morada en Él. Su Espíritu le guía e ilumina.
¡Qué regalo para toda la humanidad! En un principio, esta gracia se ofreció de manera especial al pueblo de Israel, el «primogénito». Todavía hoy, el hecho de que tan pocos judíos hayan reconocido a su Mesías sigue siendo una gran tristeza y algo inconcluso. Cuando escuchamos a San Pablo, uno de los destacados fariseos del pueblo judío, que pasó de perseguidor a predicador, podemos hacernos una idea de la tristeza de Dios por esta incredulidad: “Os digo la verdad en Cristo, no miento, y mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo: siento una pena muy grande y un continuo dolor en mi corazón. Pues le pediría a Dios ser yo mismo anatema de Cristo en favor de mis hermanos, los que son de mi mismo linaje según la carne” (Rom 9,1-3).
¡Cuánto deseaba convencer a sus «hermanos según la carne» de Jesucristo! Ciertamente ese sigue siendo su gran deseo. Sin embargo, a lo largo de los siglos, han sido relativamente pocos los judíos que han acogido la gracia de Dios.
Todos los discípulos que el Señor había escogido le permanecen fieles, excepto Judas, pero su fe no es aún lo suficientemente fuerte. Todavía no son capaces de soportar todas las circunstancias de la captura y muerte de su Maestro. Todavía están necesitados del Espíritu Santo que les será enviado, quien los fortalecerá y los hará capaces de permanecer firmes en las persecuciones que les sobrevendrán e incluso de dar la vida por Jesús.
Aunque sus discípulos se dispersarán cuando Jesús sea arrestado, Él no estará solo en aquella hora. Estas palabras pueden ser un consuelo y una certeza para los cristianos de todos los tiempos. En la gran aflicción que trae consigo la persecución y el sufrimiento, en la que muchas veces no hay nadie que nos asista, nuestro Padre está siempre ahí para acompañarnos. ¡Jesús nos lo asegura! Al mismo tiempo, es un consuelo para aquellas personas que se sienten impotentes al no poder ayudar a otros en su gran necesidad. ¡Dios asiste a los perseguidos! Cuando nuestras posibilidades se agotan, Él sigue estando a su lado. Por tanto, podemos orar por ellos y ayudarles de esta manera.
Por último, Jesús anima a sus discípulos. No los dejó en la ignorancia sobre lo que podría sobrevenirles. De hecho, su propia vida y muerte se lo mostraron. Deben ser conscientes de la hostilidad del mundo, que también se volverá contra ellos si permanecen fieles al Señor. Pero será Él precisamente quien les dará la fuerza para vencer al mundo, más aún, para conquistarlo. Su corazón permanecerá centrado en Dios y nada, ni las seducciones del mundo ni los ataques de dentro y de fuera, podrán apartarlos de Él. Así, los apóstoles nos sirven de ejemplo, al igual que tantos otros que no se dejaron vencer por el mundo, sino que se mantuvieron firmes en su testimonio por Cristo. Por la gracia de Dios, esto es y seguirá siendo posible, incluso en tiempos de dura persecución, cuando los poderes anticristianos asedien a los fieles y algunos de ellos tengan incluso que ofrecer el sacrificio de su sangre.
En tales horas, recordemos lo que el Señor dijo a sus discípulos poco antes de su Pasión y Muerte, y dejémonos alentar por sus palabras:
“En el mundo tendréis tribulación, pero tened buen ánimo: yo he vencido al mundo.”