Lc 8,16-18
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la coloca en un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no acabe siendo conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga se le dará, pero al que no tenga se le quitará hasta lo que cree tener.”
“Mirad cómo oís”, nos dice el Señor en el evangelio de hoy. ¡Qué frase tan profunda e importante! Muchas veces escuchamos sólo a medias cuando se habla de cosas esenciales, o nos quedamos sólo con aquello que queremos oír. ¡Pensemos con qué facilidad nos distraemos o incluso nos dormimos durante una predicación! Ciertamente el aburrimiento no es la única razón por la cual nos sucede así…
Al escribir la regla para sus monjes, San Benito inicia con una frase memorable: “Escucha atentamente, hijo mío, las palabras del Maestro.”
“Escuchar atentamente” significa abrir todo el corazón y el espíritu a Dios, anhelando su Palabra, pidiendo que nos instruya e intentando comprender y cumplir cada deseo que Él nos transmita.
“Escuchar atentamente” es una cuestión del amor despierto, que centra en Dios todos los sentidos, todo el corazón y todo el espíritu.
La atenta escucha también significa aprender a vivir en una verdadera libertad interior. De hecho, cuando nuestra alma se encuentra bajo el influjo de emociones muy fuertes y negativas, no somos capaces de escuchar realmente. Lo mismo sucede cuando sufrimos complejos de diversa índole, pues en este caso tampoco tenemos la suficiente libertad para asimilar aquello que el Señor quiere decirnos. Esto se aplica también cuando estamos encerrados en nuestros propios deseos e ilusiones. En todas estas circunstancias, nos resultará difícil comprender apropiadamente la Palabra del Señor y superar nuestras ataduras interiores para dejarla entrar.
Entonces, para entender verdaderamente al Señor necesitamos el oído de un discípulo (cf. Is 50,4b-5), además de una creciente libertad interior, para que no haya obstáculos que impidan la acogida de la Palabra de Dios. En un serio camino de seguimiento de Cristo, podemos cumplir ambos requisitos. Una oración sencilla que podría ayudarnos es la siguiente: “Señor, abre mis oídos para que pueda escuchar”; y también esta otra: “Libérame de todas las ataduras y carencias de libertad, para que pueda acoger tu Palabra.”
Si notamos en nuestro interior estas carencias de libertad, lo cual ya es un gran paso, deberíamos colocarlas ante el Señor. De esta manera, ponemos en práctica la acertada oración de San Nicolás de Flüe, que también ayer habíamos meditado: “Señor mío y Dios mío, prívame de todo lo que me aleja de Ti.”
Podemos relacionar todo lo dicho hasta ahora con la última frase del evangelio de hoy: “Porque al que tenga se le dará, pero al que no tenga se le quitará hasta lo que cree tener”.
Si no acogemos correctamente la Palabra de Dios en nuestro interior, Ella no podrá transformarnos interiormente. Su Palabra sólo se convierte en nuestra posesión espiritual cuando la interiorizamos y nos regimos de acuerdo con Ella. De lo contrario, podremos conocer bien la Palabra de Dios e incluso citarla, pero Ella no se convertirá en el permanente manantial de vida para nosotros (cf. Jn 4,14). Incluso puede suceder lo contrario… Si nuestra vida se va alejando de la verdad de la Palabra, podría llegar a suceder que aun su recuerdo se borre cada vez más de nuestra memoria. De este modo se cumple la Palabra que hoy nos dice el Señor: “Se le quitará hasta lo que cree tener.”
Por ello es tanto más importante acoger esta advertencia del Señor e iluminar nuestra vida espiritual con la interiorización atenta de su Palabra, de modo que su luz resplandezca en nuestra vida y todos quienes entren en contacto con ella alaben a Dios.