Hch 14,19-28
En aquellos días, llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio que sedujeron a la muchedumbre, de modo que apedrearon a Pablo y le arrastraron fuera de la ciudad creyéndole muerto. Pero rodeado de los discípulos se levantó y entró en la ciudad. Y al día siguiente marchó con Bernabé a Derbe.
Después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y hacer numerosos discípulos, se volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, confortando los ánimos de los discípulos y exhortándoles a perseverar en la fe, diciéndoles que es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones. Tras designar presbíteros en cada iglesia, haciendo oración y ayunando, les encomendaron al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia; y después de predicar la palabra en Perge bajaron hasta Atalía. Desde allí navegaron hasta Antioquía, de donde habían salido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían realizado. Al llegar, reunieron a la iglesia y contaron todo lo que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Se quedaron bastante tiempo con los discípulos.
“Es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones.”
Si interiorizamos atentamente la Sagrada Escritura, ella nos preservará de muchas ilusiones. No nos ofrece dulces promesas, como si pudiéramos entrar en el Reino de Dios simplemente cumpliendo nuestros sueños e ilusiones. Nos preserva de poner nuestra confianza principalmente en la fuerza del hombre y de pretender construir por nosotros mismos una especie de Paraíso terrenal. La Sagrada Escritura nos habla muy abiertamente. Podemos verlo especialmente en los evangelios: Jesús no nos promete una vida dulce y cómoda en la Tierra; sino que habla abiertamente de las persecuciones que sobrevendrán a los suyos (cf. Jn 15,20). Su vida se refleja en la de sus discípulos y, mirándolo desde esta perspectiva, tendremos en claro que aquellos que siguen al Señor no quedan exentos del sufrimiento; sino que éste se transforma y se hace fecundo a través del amor.
Libres de ilusiones, los discípulos han de ponerse en camino. Les aguardan tribulaciones por dentro y por fuera. La alegría de haber encontrado a Dios y de poder servirle contrasta con los desórdenes que a menudo persisten en nuestra vida interior. Pueden surgir sentimientos y emociones ajenas; temores reales e imaginarios pueden asediarnos; pensamientos inoportunos o incluso malos nos acosan; las distracciones nos dispersan; descubrimos los abismos de nuestro corazón y a menudo constatamos cuán lejos estamos aún de ser aquello a lo que el Señor nos ha llamado.
Sin embargo, no debemos desanimarnos. Es mejor que veamos nuestros pecados, debilidades y errores, los llevemos humildemente ante el Trono de la gracia (cf. Hb 4,15-16) y trabajemos en ellos; que vivir en una especie de auto-engaño y creernos ya bastante perfectos. Estas tribulaciones interiores nos sirven para anclarnos más profundamente en Cristo, esperando de Él la salvación y no de nosotros mismos. Esto hace parte del combate espiritual, que le corresponde librar a todo aquel que sigue seriamente al Señor. Nos vemos asediados por nuestra naturaleza caída, que quiere seguir dominándonos e intenta impedir que el alma viva en la luz de Dios. El diablo también “pone de su parte” para intensificar las tribulaciones y esconderse detrás de ellas. Mientras dure nuestra vida terrenal, siempre estará presente este combate. Sin embargo, hay una gran diferencia entre luchar de forma consciente o simplemente rendirse a sus inclinaciones. Si luchamos, las tribulaciones se convierten en un reto y en una tarea. Si no luchamos, el combate está perdido incluso antes de habernos percatado de que es una lucha.
En la lectura de hoy, se hace referencia sobre todo a las tribulaciones exteriores que surgen al seguir a Cristo. Aquí debemos tener en claro que las persecuciones, las calumnias, la hostilidad y el rechazo –cuando son por causa de Cristo– son tanto una participación en su sufrimiento como también una prueba de nuestra fidelidad. En última instancia, todos los ataques de las tinieblas se dirigen contra Cristo mismo. Puesto que ahora el Señor, habiendo sido glorificado, está fuera del alcance de los poderes de la oscuridad, éstos persiguen a la Iglesia, a los discípulos que se aferran a la verdadera fe (cf. Ap 12,17). Esta persecución es lo que nos relatan los Hechos de los Apóstoles en estos días…
Uno tampoco debe sorprenderse de que el rechazo pueda venir de parte de personas muy cercanas (cf. Sal 55,13-15). ¡Ciertamente esto es muy doloroso! Pero el Señor mismo tuvo que soportar la traición de uno de sus discípulos (cf. Mt 26,14-16), y lo mismo puede sucedernos a nosotros en el seguimiento de Cristo.
Hay que repetirlo una y otra vez, y cobrar consciencia de que nos encontramos en tiempos de fuerte tribulación. Las verdades más evidentes están siendo puestas en duda, incluso dentro del ámbito eclesial, y aquellos que se aferran sin reservas a la doctrina tradicional de la Iglesia, fácilmente son marginados y, en el peor de los casos, incluso perseguidos. Por causa de la verdad y por amor a Cristo, hay que estar dispuestos a soportarlo. Se trata de verdaderas tribulaciones, a través de las cuales hemos de entrar en el Reino de Dios.
No podemos dejarnos engañar: El camino de seguimiento de Cristo es maravilloso y lleno de alegría, pero no es cómodo ni está exento de sufrimientos.
Dios se vale de estas tribulaciones de muchas maneras. Además de que para nosotros representan una escuela de humildad y nos dan la oportunidad de mostrarle nuestra fidelidad al Señor y de compartir sus sufrimientos (cf. Col 1,24), las tribulaciones nos mantienen vigilantes en nuestro camino. Nos recuerdan que este mundo no es nuestro hogar (cf. Fil 3,20), y que hasta el final de nuestra vida estaremos en un combate. Esto nos ayuda a no adormecernos en una falsa seguridad. A nivel interior, uno puede vivir en aquella paz que Dios concede, pero que también debe ser defendida contra todo tipo de ataques. Se trata, entonces, de una verdadera paz; y no de aquella autosuficiencia que nos hace perezosos y fácilmente tiende a la soberbia.
Es importante que aprendamos a aceptar las tribulaciones en el Señor. Cada tribulación y cada sufrimiento que superemos con su ayuda, nos acerca más al Reino de Dios. ¡Así lo ha dispuesto el Señor para nosotros, y lo que Él hace es siempre perfecto!