Is 6,1-8
El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban. Uno a otro se gritaban: “Santo, santo, santo, Yahvé Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria.”
Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y el templo se llenó de humo. Yo me dije: “¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros y vivo entre gente de labios impuros; y he visto con mis propios ojos al rey Yahvé Sebaot!” Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca diciendo: “Como esto ha tocado tus labios, se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado.” Y percibí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré?, ¿quién irá de nuestra parte?” Dije: “Yo mismo: envíame.”
Al profeta Isaías le fue permitido contemplar la gloria de Dios y su indescriptible santidad, lo que normalmente ningún mortal puede experimentar, si no está preparado para ello. Sólo en la eternidad podremos contemplar a Dios tal como Él es, cara a cara. Ahora, en nuestra vida terrena, vemos como en un espejo, borrosamente, como nos dice el Apóstol Pablo (1Cor 13,12).
Para contemplar a Dios en la eternidad, debemos primero estar completamente purificados. Todas las sombras y consecuencias del pecado en nuestro interior requieren la profunda purificación que el Espíritu Santo obra en nosotros. Por eso no es de sorprender que Isaías, al contemplar a Dios, inmediatamente haya cobrado consciencia de su propia pecaminosidad y la del pueblo al que pertenece.
Nosotros, en cambio, podemos ser preparados mucho más delicadamente para el momento de la visión beatífica, si ya en esta vida aceptamos las purificaciones de Dios y le seguimos en sus caminos. Entonces, nuestra vida terrenal –en el cumplimiento de la tarea que nos ha sido encomendada– servirá día a día como preparación para el encuentro definitivo con Dios, para llegar a nuestro hogar perpetuo en el gozo perfecto. Por el momento, vemos sólo a través de la fe; pero entonces veremos cara a cara.
Dios libera a Isaías de su temor, y un ángel de la más alta jerarquía, uno de los serafines, toca sus labios con una brasa que había tomado de sobre el altar. A los santos serafines se los denomina los “ángeles de la adoración”, que día y noche están ante el trono de Dios, cantando el “Santo, Santo, Santo”, que también nosotros, unidos a los coros angélicos, ofrecemos como fruto de nuestros labios en la Santa Misa. También podemos considerar a los santos serafines como ángeles del ardiente amor a Dios. Así, el toque de la brasa sobre los labios del profeta significa que el amor divino lo ha purificado. En efecto, el texto nos dice que, por este acto de gracia, su culpa fue retirada y su pecado expiado.
Si nos fijamos en la historia de salvación de Dios para con el hombre, podremos reconocer que fue un acto de amor suyo el que expió nuestros pecados. De hecho, toda la purificación del hombre sucede a través del amor.
Luego sigue aquella conmovedora escena cuando Dios pregunta a quién podrá enviar en su Nombre. El profeta Isaías, purificado ya por el acto de amor de Dios, está dispuesto a cumplir con su encargo.
“Yo mismo: envíame.” –dice Isaías. ¡Qué palabra tan generosa y qué entrega a la Voluntad de Dios!
Vemos que el profeta no es simplemente un ejecutor de órdenes; sino que es Dios mismo quien lo capacita, y él, con humildad, da su ‘sí’ al llamado de Dios. Sabemos bien lo que puede esperarle a un profeta que anuncia la verdad del Señor. Precisamente por esta razón es necesario que actúe bajo un especial encargo de Dios, y que sólo en Él encuentre toda su seguridad. También en una misión tal reconocemos el amor de Dios, que incluye a una persona en sus planes hasta ese punto y la atrae tan cerca de sí.
Al escuchar la respuesta del profeta, dispuesto a cumplir el encargo de su Dios, puede dolernos el corazón. ¿Acaso hoy en día no estamos también necesitados de profetas que llamen al camino recto a la humanidad extraviada?
Y la Iglesia, que debería asumir la tarea de la corrección profética, ¿no está debilitándose cada vez más y permitiendo que el espíritu del mundo penetre más y más en Ella?
¿Dónde están aquellos que han sido preparados por Dios y que, por amor a Él, asumen su misión y responden cuando Él pregunta “a quién enviaré”?
Señor, necesitamos a tus enviados, aquellos que vienen en tu Nombre y por encargo Tuyo, para dar un auténtico testimonio al mundo, libres de respetos humanos, libres de falsas concesiones y compromisos, libres de toda ceguera ideológica. Señor, no pocos de nuestros pastores están dormidos y algunos incluso están en caminos equivocados.
Envíanos a tus siervos, que nos enseñan el camino recto del evangelio, que anuncian la auténtica doctrina de la Iglesia y tienen la valentía de señalar y contrarrestar la creciente apostasía que se manifiesta incluso en tu Iglesia.