El triunfo de la luz

Hch 6,8-15

Esteban, lleno de gracia y de poder, realizaba grandes prodigios y signos entre el pueblo. Se presentaron algunos de la sinagoga llamada de los Libertos, cirenenses y alejandrinos, y otros de Cilicia y Asia, y se pusieron a discutir con Esteban; pero no eran capaces de enfrentarse a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba. Entonces sobornaron a unos hombres para que dijeran: “Hemos oído a éste pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios.” 

De esta forma, amotinaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas; vinieron de improviso, lo detuvieron y lo condujeron al Sanedrín. Presentaron entonces testigos falsos que declararon: “Este hombre no para de hablar en contra del Lugar santo y de la Ley; pues le hemos oído decir que Jesús, ese Nazoreo, destruiría este lugar y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió.” Al fijar su mirada en él todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel.

¡Cuánta malicia precede a la muerte de Esteban! Cuando los corazones están cerrados, pueden llegar muy lejos… Son prácticamente incapaces de percibir el estado en que se encuentran. Los signos y prodigios que Dios obraba por medio de Esteban, se convirtieron así en amenaza para ellos. En lugar de reconocer estos milagros como un regalo de Dios, a través de los cuales confirmaba la misión de Esteban y a Jesús mismo, empiezan a discutir con Esteban.

No recapacitan ni siquiera al ver la sabiduría y el Espíritu con que él les respondía.  En lugar de cuestionarse de dónde procede esta sabiduría, el corazón se cierra aún más y se manifiesta la maldad que lo tiene aprisionado. Entonces, buscan falsos testigos y amotinan al pueblo. Tal vez piensan que hay que callar a Esteban a cualquier precio, para evitar que el pueblo caiga en error. Tal vez tienen la idea de que, en este caso, cualquier medio es legítimo (como si el fin justificara los medios).

Pero cuando el hombre está corrompido en su interior y no opone resistencia a la maldad, entonces ella lo manejará a su antojo. Y cuando no se lucha contra la malicia, ésta llevará a un amargo final. En este caso, sabemos que Esteban será apedreado, sin que nadie lo proteja.

Si meditamos e interiorizamos este pasaje, no sólo como un relato que nos describe un suceso que tuvo lugar en otra época, debemos cuestionarnos: ¿Qué es lo que podemos aprender de todo esto?

Nos confrontamos aquí con dos extremos opuestos. Por un lado, está la cerrazón del corazón, que hace posible que la malicia domine a una persona. Por otro lado, vemos el rostro reluciente de San Esteban, que es injustamente acusado.

El mal se presenta como si fuera él quien tiene la última palabra. Tiene de su lado a la mayoría del pueblo amotinado, y aplicará al caso de Esteban la misma justificación que ya había usado para dar muerte a su Maestro.

Esteban, por su parte, padece la injusticia, testificando así que Jesús es el Maestro y el Señor en cada situación. En efecto, la maldad no es capaz de arrebatar el resplandor del rostro de Esteban; no puede reprimir el testimonio que transforma desde dentro la situación. El extraordinario testimonio de Esteban hace eco de la gloriosa afirmación que resuena particularmente en estos días del Tiempo Pascual: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?” (cf. 1 Cor 15,55)

La oscuridad quiere devorar la luz; pero no lo consigue. De una u otra forma, la luz siempre se abre paso. En este caso, resplandece en el rostro del primer mártir por causa de Jesús. Posteriormente, cuando Esteban está siendo apedreado, la luz brilla en sus palabras: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch 7,60).

El amor de Dios ha vencido a la muerte y ha aniquilado los planes del mal.

Como contraste a la extrema maldad, se manifiesta el extremo amor de Dios en Esteban, quien está lleno del Espíritu Santo. ¡Es este amor el que lo eclipsa todo y brilla más fuerte!

Así, este pasaje de los Hechos de los Apóstoles ha de servirnos tanto de advertencia como de consuelo. De advertencia, para que cuidemos nuestro corazón, sin dar cabida a ningún veneno; y para que estemos vigilantes a que este corazón no se cierre, salvo frente al pecado. Si no estamos atentos, podríamos llegar a un estado en el cual ya no logremos dominar la malicia, de manera que ésta se instala y nos conduce a las malas acciones.

Este estado no necesariamente llega de un momento al otro; sino que se le prepara el terreno cuando nos acostumbramos a pensamientos y sentimientos equivocados, sin ofrecerles resistencia.

Pero, como habíamos dicho, la lectura de hoy ha de servirnos también de consuelo, porque vemos que la maldad no tiene la última palabra ni se lleva el triunfo. Dios asiste a los Suyos en la tribulación y jamás los abandonará.

En medio de la oscuridad de toda esta malicia, resplandece el rostro de Esteban “como el rostro de un ángel”. Así, también nosotros podemos tener la certeza de que en nuestra vida resplandecerá la luz del Señor, si le servimos con corazón sincero y vigilamos sobre nuestro interior. Tal vez nosotros mismos no notemos esta luz, pero las otras personas sí. Incluso los enemigos de Esteban, sentados en el Sanedrín, “vieron su rostro como el rostro de un ángel”.

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