Mt 28,16-20 (Evangelio correspondientes a la memoria de San Pablo Miki y compañeros)
En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, lo adoraron, si bien algunos dudaron. Jesús se acercó a ellos y les dijo: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y estad seguros que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
La Iglesia es rica en misioneros y mártires, en quienes se manifestó el triunfo de la fe y del amor. Esto puede decirse sobre los mártires japoneses Pablo Miki y sus compañeros, cuya memoria celebramos hoy.
En 1542-1543 los portugueses habían descubierto Japón y en 1549 San Francisco Javier había empezado a misionar allí. Así, en 1590 había aproximadamente medio millón de cristianos en Japón.
El gobernante japonés, aunque tolerante al principio, se volvió cada vez más hostil al cristianismo. En 1596 arrestó en Oasaka a 26 cristianos: 3 de ellos eran jesuitas japoneses; 6 franciscanos españoles (entre ellos Pedro Bautista) y 17 terciarios franciscanos japoneses; es decir, laicos que pertenecían a la Tercera Orden de San Francisco. Entre ellos se encontraban 3 monaguillos de entre 12 y 14 años de edad.
La fe de estos hombres era tan fuerte que los hizo capaces de padecer terribles tormentos. Después de una larga marcha de casi mil kilómetros, que tuvieron que recorrer descalzos en la nieve, fueron crucificados en Nagasaki. Durante el extenso trayecto tuvieron que sufrir muchas burlas y desprecios por parte de la gente que salía a verlos en el camino. Cantando salmos e himnos, subieron a una colina en Nagasaki, donde fueron atados a las cruces que habían sido erigidas formando una línea.
Estos testigos se aferraron a la fe, y todos los intentos de persuadirles para que renegaran de ella fueron en vano. Incluso los más jóvenes se mantuvieron firmes. El gobernador tuvo compasión del más pequeño y quiso salvarlo de la muerte, prometiéndole todo tipo de cosas para disuadirlo de la fe. La respuesta que obtuvo del niño fue ésta: “Los goces y honores de la vida sólo son como espuma en el agua; como el rocío de la mañana sobre la hierba. Los goces y honores del cielo, en cambio, son imperecederos.”
Pablo Miki predicó una última vez a los presentes, animando a los cristianos a permanecer firmes y a perseverar. Perdonó a los asesinos y agradeció a Dios por la gracia de poder morir a la misma edad y de la misma forma que su Redentor: en la cruz.
Un contemporáneo relató lo que Pablo Miki dijo a los presentes antes de morir: “Consciente de ser respetado entre todos aquellos que habían sido de los suyos, nuestro hermano Pablo Miki declaró a los espectadores que él era japonés y pertenecía a la Compañía de Jesús; que debía morir por la predicación del Evangelio y que agradecía por este extraordinario favor. Luego añadió: ‘Puesto que ha llegado mi fin, pienso que ninguno de vosotros creerá que estoy ocultando la verdad. Así que os declaro a todos que no existe otro camino a la salvación más que el de los cristianos. Este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido. Por eso perdono de buen grado al rey y a todos los culpables de mi muerte, y les pido que reciban el Bautismo cristiano.’ Entonces fijó sus ojos en sus compañeros y empezó a darles ánimo para el culmen de este combate. Los rostros de todos se iluminaron de alegría.”
A pesar de toda su prudente adaptación a la cultura japonesa, los jesuitas de aquel entonces jamás dudaron de que Cristo es el único camino de salvación (cf. Hch 4,12). Para ello dieron su vida. Éste es un mensaje importante para el tiempo actual, cuando a menudo ya no se anuncia claramente la necesidad de la fe cristiana para la salvación.
La fidelidad al Señor y al Evangelio está por encima de todo. Esto implica estar dispuestos incluso al martirio, que se vuelve posible gracias al espíritu de fortaleza; aquel maravilloso don del Espíritu Santo que nos lleva más allá de nuestras limitaciones humanas.
Hoy en día, en un mundo cada vez más anticristiano, se nos presenta el reto a dar este testimonio. Convendría que, día a día, nos entrenemos en vencer todos los miedos que podrían impedirnos dar este claro testimonio. Esto solamente puede suceder a través de un amor cada vez más profundo a Cristo. Éste ha de apoderarse de nosotros hasta el punto de convertirse en “el amor de nuestra vida”, del que jamás podríamos renegar. ¡Que los santos mártires nos ayuden y nos sostengan, para que seamos dignos de imitar el ejemplo de una santa Inés, santa Ágata y los santos mártires de Nagasaki!