Mt 22,1-14
En aquel tiempo, tomó Jesús la palabra y les habló en parábolas. Les dijo: “El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero éstos no quisieron venir. Volvió a enviar otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: ‘Mirad, mi banquete ya está preparado. Ya han sido matados mis novillos y animales cebados, y todo está a punto. Venid a la boda.’ Pero ellos no hicieron caso y se fueron: el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron.
El rey, enojado, envió sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Entonces dijo a sus siervos: ‘La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos e invitad a la boda a cuantos encontréis.’ Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. Cuando entró el rey a ver a los comensales vio allí a uno que no tenía traje de boda. Le dijo: ‘Amigo, ¿has entrado aquí sin traje de boda?’ Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: ‘Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.’ Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos.”
Si meditamos este evangelio en su contexto bíblico, podemos aplicárselo en primer lugar al Pueblo de Israel. Ellos eran los privilegiados que habían sido invitados al banquete de bodas. Si el Padre envió a su Hijo para conducir a la humanidad de regreso a casa, entonces con Él se había inaugurado el tiempo de alegría y de fiesta; el tiempo de la plenitud…
En otro pasaje del evangelio, Jesús pronuncia estas palabras: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar.” (Mc 2,19)
Pero lamentablemente los invitados no llegaron: los judíos, como Pueblo, no aceptaron la invitación del Señor ni escucharon posteriormente el mensaje de los apóstoles, que insistían en asegurarles que ellos, gracias al inmenso amor divino, habían sido elegidos para acudir a aquella boda que quería celebrar el Hijo de Dios, que es también un hijo de Israel. Cuando la invitación fue rechazada y los mensajeros asesinados, llegó el tiempo de extenderla a los pueblos gentiles, para que la sala de bodas se llenara de convidados.
De todas partes llegaron y siguen llegando, para ser conducidos por Jesús hacia el Reino de su Padre. Pero existe una condición… Aunque la invitación se extienda a todos, tanto a buenos como malos, se necesita un traje de fiesta para participar en la boda. Es Jesús mismo quien nos ofrece este traje, al perdonar nuestros pecados y lavarnos con su purísima Sangre.
Para poder celebrar esta boda, hay que aceptar la invitación de Dios a reconocer su amor; hay que acoger el don de la Redención; hay que servir a Dios y a los hombres en una vida de sincera y constante conversión.
Todos los hombres vivimos de la misericordia de Dios. Pero, como vemos en el evangelio de hoy, esto no quiere decir que podemos simplemente permanecer en el mismo estado en que nos encontrábamos en el momento de recibir la invitación divina. En este tiempo, frecuentemente encontramos en la Iglesia una concepción errada de lo que es la misericordia. Muchas veces se predica una misericordia que no exige conversión y que, en determinadas circunstancias, incluso minimiza la gravedad del pecado. Tales ideas inducen a error y paralizan al hombre en su capacidad de decidirse a ordenar su vida de acuerdo a la Voluntad de Dios.
En cambio, si seguimos la invitación de Dios y nos esforzamos por vivir en una constante conversión, nos habremos revestido con el traje de fiesta y ya no seremos solamente llamados; sino también escogidos.