Lc 11,29-32
En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir a la gente reunida junto a él: “Esta generación es una generación malvada; pide un signo pero no se le dará otro signo que el de Jonás. Porque así como Jonás fue signo para la gente de Nínive, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón; y aquí hay algo más que Salomón. La gente de Nínive se levantará en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque al menos ellos se convirtieron por la predicación de Jonás; y aquí hay algo más que Jonás.”
Si intentaríamos aplicar este pasaje del evangelio a la situación actual, quizá podríamos decir que también las personas de este tiempo, al menos aquellas que aún buscan la verdad, quisieran ver un signo a través del cual pudiesen reconocer qué es la verdad.
¿Qué respondería el Señor a esta demanda? ¿Diría tal vez que ya fue dado el signo, que consistió en Su venida al mundo y la edificación de Su Iglesia Católica? ¿Nos diría quizá que es ahí donde podemos reconocer la verdad? Posiblemente esa sería su respuesta…
Yo personalmente empecé a buscar la verdad a partir de una cierta edad en mi vida. Por gracia de Dios, pude encontrarme con el Señor, y a partir de ese momento supe que había encontrado a Aquél que puede decir de Sí mismo que es la Verdad (Jn 14,6).
Han pasado ya algunas décadas desde entonces… Posterior a este primer encuentro, le pregunté a mi Señor dónde estaba Su verdadera Iglesia. Él respondió a mi pregunta, conduciéndome a la Iglesia Católica.
Ahora bien, la verdad no es simplemente una impresión subjetiva; sino que es la constatación plena de la realidad que viene de Dios, sobre todo en la dimensión sobrenatural. Si bien es cierto que el reconocer la verdad fue para mí una gracia que Dios me concedió –por la cual nunca me cansaré de agradecerle–, esta verdad existe objetivamente y está a disposición de cada persona en particular.
Entonces, hay un claro signo que Dios ha erigido, y no hace falta seguir pidiendo señales… ¡Cuánta responsabilidad tenemos los católicos por el hecho de conocer al Señor y pertenecer a Su Iglesia! ¡Y cuán doloroso es ver cómo el esplendor de la verdad que emana de la Iglesia está siendo progresivamente opacado! Quizá a algunos católicos les resulte difícil comprender lo profundo que puede ser este dolor, ni están conscientes del gran daño que provoca este oscurecimiento de la verdad.
Quisiera, a continuación, citar un extracto de un libro de Dietrich von Hildebrand, que describe con mucho tino algo de lo que está sucediendo actualmente en la Iglesia. La cita está tomada del libro “El caballo de Troya en la ciudad de Dios”. Pido un poco de paciencia en lo que respecta al lenguaje intelectual que utiliza el autor. Pero es que sus reflexiones son tan valiosas que quisiera transmitirlas tal como él las formuló. Escuchemos lo que nos dice sobre el así llamado “falso irenismo”, que se está difundiendo entre no pocos católicos. Se trata de un erróneo amor a la paz, una falsa comprensión de la unidad, que pone en segundo plano la cuestión de la verdad, en pro de la paz o de una supuesta unidad.
“Este falso irenismo no se limita únicamente a aquellos que no pueden o no quieren ver el peligro que amenaza a la Iglesia en la secularización y la apostasía que está extendiéndose en las filas de los católicos progresistas. Incluso muchas personas que identifican el peligro en la Iglesia, creen que, de alguna manera, sería una falta de caridad desenmascarar los peligros.
Tomemos como modelo a San Agustín, cuya lucha contra el pelagianismo estuvo siempre impregnada por el amor a los herejes. (…) ¡El verdadero amor exige absolutamente “matar el error”! El falso irenismo está motivado por un amor mal entendido, al servicio de una unidad insignificante. Coloca la unidad por encima de la verdad. Después de haber disuelto el vínculo esencial entre el amor y la defensa de la verdad, el irenista está más preocupado en lograr la unidad entre todos los hombres, que en conducirlos a Cristo y a su verdad eterna. Él ignora el hecho de que la auténtica unidad sólo puede alcanzarse en la verdad. La oración de Cristo “ut omnes unum sint” (“que todos sean uno”), implica que lleguen a ser uno en Él, y no puede aislársela de aquel otro pasaje del evangelio de Juan: ‘En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador (…) Yo soy la puerta de las ovejas (…). Si uno entra por mí, estará a salvo (…) También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.’ (Jn 10,1-16)”
Cito estos extractos teniendo presente el hecho de que en nuestra Iglesia apenas se da un rechazo oficial de los errores. Evidentemente se teme hacerlo, o se tiene una visión equivocada respecto al daño que causa el error. Así, el veneno del error ha podido propagarse hasta en los círculos más altos de la Iglesia. ¡Esto es trágico, y debilita las almas de los fieles!
No se puede colocar la unidad por encima de la verdad. No se puede pretender alcanzar un ecumenismo y, al mismo tiempo, negar las diferencias doctrinales que aún subsisten. No se puede llevar un diálogo interreligioso y relativizar aun en lo más mínimo la exclusividad de Nuestro Señor.
¡Que nuestra Santa Iglesia se consolide en la verdad que le fue confiada, para que irradie el esplendor de la verdad! Para ello, es necesario que el Espíritu Santo obre una auténtica purificación, de manera que las personas puedan identificar el signo en el cual obtendrán la salvación.