Mt 20,20-28
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos, y se postró como para pedirle algo. Él le preguntó: “¿Qué quieres?” Respondió ella: “Manda que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.” Replicó Jesús: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?” Respondieron: “Sí, podemos.” Entonces les dijo: “Desde luego que beberéis mi copa. Pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no está en mis manos concederlo. Será para quienes mi Padre lo tenga dispuesto.”
Al oír esto los otros diez, se indignaron con los dos hermanos. Mas Jesús los llamó y dijo: “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, pues el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.”
¿Quién se sentará a la derecha y a la izquierda de Jesús en su Reino? Es una pregunta que no podemos responder, y el Señor no pudo atender la petición de la madre de los hijos de Zebedeo, queriendo que sean sus hijos los que ocuparan esos sitios.
No nos compete a nosotros penetrar en cuestiones que están reservadas al Padre, como lo es también el tiempo de la Segunda Venida de Cristo sobre las nubes del cielo (cf. Mt 24,36). En los Hechos de los Apóstoles leemos lo siguiente: “Estando reunidos, preguntaron a Jesús: ‘Señor, ¿va a ser ahora cuando restablezcas el Reino a Israel?’ Él les contestó: ‘No es cosa vuestra conocer el tiempo y el momento que el Padre ha fijado con su propia autoridad.’” (Hch 1,6-7)
Y el Libro de Sirácides nos dice: “No pretendas lo que te sobrepasa, ni investigues lo que supera tus fuerzas. Atiende a lo que se te encomienda, que las cosas misteriosas no te hacen ninguna falta. No te preocupes por lo que supera a tus obras” (Si 3,21-23a).
Entonces, enfoquémonos en lo que Jesús nos pide y tratemos de ponerlo en práctica. A este respecto, el evangelio de este día nos da una clara instrucción: “El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.”
Sin duda, esta exhortación de Jesús está en contexto con la petición que le presentó la madre de los hijos de Zebedeo, buscando honores para sus hijos y esperando que fueran contados entre los más grandes en el Reino de Dios. Pero estas palabras son válidas para todos los tiempos y en todas las circunstancias: la grandeza de una persona radica en que actúe como el Hijo del hombre, que pone su vida al servicio del Reino de Dios y de los hombres.
Esta lección nos lleva a apartar la mirada de nosotros mismos, cuidándonos de aquella tentación del protagonismo y de querer estar en el centro de atención. Si aquello que realizamos lo hacemos como servicio a los demás, sin esperar su recompensa o el reconocimiento de quienes lo vean, entonces penetramos en el misterio del amor divino. ¡La recompensa y la gratitud por nuestro servicio nos quedan reservadas para el cielo!
Vale aclarar que esta manera de servir primero debemos aprenderla, pues su meta es un servicio totalmente desinteresado, el servicio en el olvido de sí mismo. En nuestro camino de seguimiento de Cristo, se nos ofrece una valiosa ayuda para alcanzar esta forma de servir.
Por la palabra de Jesús, sabemos que Él ha querido unirse tan estrechamente al hombre que todo cuanto hagamos de bueno a una persona, se lo hacemos a Él. “Os aseguro que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
Entonces, podemos mostrarle a Jesús nuestro amor también en el servicio a los hermanos. ¡He aquí una motivación más para realizar de buena gana nuestro servicio! De esta manera, resplandecerá con más fuerza aún la grandeza de servir, y esta grandeza nos ensalzará, aunque esa no sea nuestra pretensión. Así, se cumplen estas palabras de San Agustín: “La verdadera grandeza está en someterse a la grandeza de Dios, pues así tenemos parte en ella”. Si no nos sometemos a Dios, permanecemos en la limitación de nuestra condición de creaturas, encadenados además por el egoísmo. De este modo, el humilde es ensalzado; el soberbio, en cambio, humillado.
Esto es lo que sucede con el servicio. Nos engrandece en cuanto que nos asemeja a Cristo, en cuanto que su forma de actuar puede crecer y madurar en nosotros.