Lc 17,20-25
Los fariseos le preguntaron a Jesús cuándo llegaría el Reino de Dios. Él les respondió: “La venida del Reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá: ‘Vedlo aquí o allá’, porque, sabedlo bien, el Reino de Dios ya está entre vosotros.” Dijo a sus discípulos: “Días vendrán en que desearéis ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis. Habrá quien os diga: ‘Vedlo aquí, vedlo allá.’ Pero no vayáis, ni corráis detrás. Porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día. Pero antes tendrá que padecer mucho y ser reprobado por esta generación.”
¡El Reino de Dios! Todos los días, en el Padrenuestro, pedimos su advenimiento… Este Reino tiene un Rey, y tampoco le falta su Reina. Todos los conocemos: ¡Es el Señor mismo y su amabilísima Madre, a quien veneramos como Reina!
En la Iglesia Católica, existen las así llamadas “ceremonias de coronación” en estatuas del Señor o de la Virgen… A los no católicos –y quizá también a algunos católicos– podría parecerles extraño esto, y tal vez lo vean como una de esas peculiares prácticas piadosas del catolicismo… Sin embargo, al trascender a su verdadero sentido, se podrá comprender que la intención es proclamar el Reinado de Cristo, expresándolo en el acto visible de la coronación de una estatua o en una consagración especial…
Lógicamente un acto como éste debe ir de la mano con la actitud interior que corresponde, porque el Reinado de Dios no se instaura a través de gestos meramente exteriores. En la Persona de Jesús este Reino vino ya, y todos los que se adhieren a Cristo están llamados a recorrer su camino. No solamente doblamos nuestras rodillas ante el Señor, en un gesto que el verdadero Rey merece; sino que, además, le entregamos nuestro corazón.
Como Jesús mismo declaró ante Pilato, su Reino no es de este mundo (cf. Jn 18,36). El Señor tampoco ordenó a sus discípulos que recurrieran a las armas para expulsar a los romanos de Israel, de modo que Él pudiese ser coronado como Rey.
Más bien, el Señor enseñó a sus discípulos el camino del amor y de la verdad. Quien lo pone en práctica, vive desde ya en el Reino de Dios, y cuando Dios pone su morada en nuestro corazón y puede regir en él, se ha instaurado ya su Reino en nosotros. Si esto sucedería también con los “reyes de este mundo” –es decir, con los poderosos–, entonces también las realidades terrenales se verían cada vez más penetradas por el espíritu del Reino de Dios. Si el mensaje de Dios llegara a la humanidad y ésta se convirtiera, el Reino de Dios se expandiría cada vez más y el Señor sería venerado como el verdadero Rey. ¡Qué bello imaginar esto!
Pero hay que admitir que, en este mundo, las cosas no están así, y tampoco podemos pretender establecer un Paraíso en la Tierra. Antes bien, nuestra misión consiste en dar testimonio del Rey de los corazones, viviendo como hombres redimidos, porque, en el fondo, no hay nada que las personas ansíen tanto como un Padre que realmente las ame.
Por tanto, tenemos la responsabilidad de hacer traslucir este Reino para las otras personas; de modo que ellas lo experimenten tangiblemente a través de nuestro amor. Recordemos que uno de los signos convincentes para el mundo pagano fue el amor que los primeros cristianos se tenían unos a otros: “¡Mirad cómo se aman! Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro” (Tertuliano – Siglo II).
Al Final de los Tiempos, Jesús volverá de forma visible sobre las nubes del cielo. A Él hemos de esperarle, y no ir tras ninguna persona que pretenda instaurar un Paraíso en este mundo. ¡Todos estos intentos han fracasado, y muchas veces de forma sangrienta! En los Últimos Tiempos, también el Anticristo se presentará con tales pretensiones y con pervertidos presagios… Tal vez intente establecer una especie de religión universal, para satisfacer las necesidades religiosas de las personas. Pero, en el fondo, tratará de expulsar a Cristo de nuestro corazón, para colocarse él mismo en este lugar.
Por ello, el Reino de Cristo debe estar profundamente sembrado y arraigado en nosotros, para que ninguna voz engañosa pueda seducirnos y eclipsar la presencia del Señor en nuestro corazón. Permitamos que la Palabra de Dios eche profundas y abundantes raíces en nosotros, recibamos fielmente los santos sacramentos, no descuidemos el camino de la santidad y aferrémonos firmemente a la auténtica doctrina de la Iglesia. ¡Dios nos protegerá y nos guiará, aun cuando los tiempos sean oscuros!