Lc 23,35b-43
En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas y decían: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo si es el Cristo de Dios, el Elegido.” También los soldados se burlaban de él; se acercaban, le ofrecían vinagre y le decían: “Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!” Había encima de él una inscripción: “Éste es el rey de los judíos.”
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba: “¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le increpó: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.” Y le pedía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” Jesús le contestó: “Te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.”
Antes de entrar en el nuevo Año Litúrgico, la Iglesia celebra el Reinado de Cristo.
Es un Reino que no es de este mundo, como Jesús testifica ante Pilato (cf. Jn 18,36). Y, de hecho, Jesús ejerce su dominio de forma muy distinta a cómo suelen hacerlo los poderosos de este mundo. “Los jefes de las naciones las dominan” –nos dice el Señor (Mt 20,25), señalando luego a sus discípulos cómo ha de ejercerse la autoridad en su Reino: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor” (v. 26).
¡Nuestro Rey gobierna desde la Cruz!
Fue allí donde Dios nos mostró hasta dónde llega su amor; que Él es “el más grande en el amor”, hasta el punto de entregar su vida aun por sus enemigos. Así, el Señor quebranta toda falsa pretensión de dominio, todo abuso de poder, porque fijó de una vez y para siempre la medida –que es Él mismo–, y nos dio la muestra de lo que significa la verdadera soberanía. Quien quiera pertenecer a los “grandes” en el Reino de Cristo, debe asemejarse al Señor y en su vida ha de resplandecer y actuar el mismo amor que hizo a Jesús capaz de pedir por sus enemigos aun en la Cruz (cf. Lc 23,34).
Entonces, el Reino del Señor es un Reinado del amor y de la verdad. Esto no lo entendieron los jefes del pueblo judío. Un rey que no demuestra su poder en la fuerza física; un rey que no se defiende y permite que hagan con él lo que quieran suscita las burlas de los magistrados. Más aún cuando Él mismo había afirmado ser el Hijo de Dios, el Elegido… ¡Que lo demuestre y se salve a sí mismo de su situación desesperada!
Los soldados, que estaban al servicio de un gobernante de este mundo, hacían lo mismo… La aparente impotencia y el desamparo exterior del Señor, les provoca burlarse de Él, queriendo así humillarlo.
Incluso uno de los malhechores que estaba crucificado junto a Él, se siente superior y se une al coro de las burlas.
¡Pero el Señor calla!
Sólo uno de aquellos rudos hombres percibió algo del misterio de amor del Señor en la Cruz. Aún estando cargado de culpa, él fue un consuelo para Jesús: uno que lo defendía, uno que reconocía que se había crucificado a un inocente, uno que le abría su corazón al Señor y creyó en Él: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.”
¡Cuánto podemos nosotros, pecadores, identificarnos con él! ¡Cuán consolador es saber que el Señor le dijo: “Te aseguro que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”! Un Rey que se compadece y perdona al pecador; un Rey que pide por sus verdugos; que posee un Reino al que todos los hombres están invitados… Todos pueden entrar a este Reino a través de Aquél que es el “más grande en el amor”: Dios mismo.
¡El corazón de Jesús está abierto de par en par! ¡Jesús es la puerta a este Reino! Nosotros, los hombres, sólo tenemos que acoger su amor y seguirle hacia su Reino. Él se ofrece a todos los pueblos. En la Cruz, pagó por todos los pecados. ¡Él es nuestro verdadero Rey!
Aquí, en Jerusalén, donde me encuentro actualmente, daré las gracias al Señor en el Calvario por habernos redimido y por no haber descendido de la Cruz.
En la eternidad podremos vivir a plenitud su Reino… ¡Lo mejor aún está por venir!