En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos si hay en él alguna persona digna, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Pero si no os acogen ni escuchan vuestras palabras, al salir de la casa o del pueblo aquel sacudíos el polvo de vuestros pies. Os aseguro que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquel pueblo.”
En este texto, el Señor nos muestra algo esencial. Los bienes espirituales o los dones carismáticos no pueden convertirse en objeto de intereses materiales. Cuando esto sucede, se echa a perder el mensaje de la gratuidad con que Dios nos bendice y, en consecuencia, también se opaca su verdadera imagen.
El evangelio de hoy es un llamado a vivir en la verdadera sencillez de los discípulos de Cristo. En todo, ellos deben poner su confianza en Aquel que los envía y estar libres de las preocupaciones por el sustento de su propia vida. Así, viviendo indivisamente unidos a Dios, tendrán la libertad y disponibilidad necesarias para responder al llamado del Señor y dar la respuesta indicada a la situación concreta en que se encuentren. Si los discípulos son bien recibidos, la casa queda honrada, pues le está dando gloria a Dios al acoger a sus enviados. En este caso, los discípulos pueden compartir con los pertenecientes a aquella casa todo cuanto han recibido de parte del Señor. De forma particular, les traerán la paz; aquella paz que sólo Dios puede dar.
Si tratamos de aplicar este evangelio a nuestros tiempos, seguramente notaremos la radicalidad que exige. No llevar provisiones; no recibir ninguna recompensa humana por el servicio prestado, esperándola exclusivamente de Dios; sacudirse el polvo de los pies en caso de que el mensaje del evangelio no sea recibido en una ciudad determinada… También es fuerte la alusión a Sodoma y Gomorra, aquellas ciudades que sucumbieron a causa de sus pecados. Al encontrarnos con un texto bíblico como éste, fácilmente sucede que preferimos suavizar un poco sus contundentes afirmaciones o que evitamos confrontarnos verdaderamente a su radicalidad. Tal vez también nos veamos tentados a explicar tales palabras situándolas en un contexto histórico del pasado, de manera que se les quita algo de su fuerza.
Ciertamente es correcto aplicar las palabras a la situación actual y tratar de hacerlas más comprensibles para la mentalidad de nuestra época; pero no podemos caer en el error de creer que el hombre moderno puede corregir ciertas palabras de la Escritura.
También hoy sigue en pie el mandato que el Señor da a sus discípulos: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.” La gracia y la autoridad que Cristo confirió a sus apóstoles sigue estando presente en los discípulos de este tiempo, pues ¿podría acaso Dios retirar este encargo que dio para que se cumpliera hasta el final de los tiempos?
Más bien, hemos de cuestionarnos si los discípulos actuales tienen una fe lo suficientemente fuerte como para abandonarse totalmente en su Señor, y si comprenden que la excesiva preocupación por las seguridades temporales contradice al espíritu del envío. El acto de fe de vivir sólo de la Divina Providencia es un signo claro de la presencia de Dios y recuerda que el discípulo es un enviado que no viene en su propio nombre ni actúa en su propia autoridad. En este contexto, el Señor habla incluso de un derecho que tiene el discípulo: “El obrero merece su sustento”. Así, se le asegura toda la ayuda necesaria para el servicio que está prestando.
Ahora bien, ¿cómo podemos entender aquellas severas afirmaciones de sacudirse el polvo de los pies, y de que el juicio para quienes rechacen el mensaje de los discípulos será más rigoroso que para Sodoma y Gomorra?
Debemos entender muy bien estas palabras. El evangelio es una enorme gracia que el Señor ofrece a la humanidad. Aunque nos sea ofrecido como regalo, su rechazo implica enormes consecuencias. No es que dé lo mismo si uno acoge la verdad o permanece en la ceguera. Podemos constatarlo en la historia del pueblo judío. El rechazo del evangelio tuvo consecuencias. Jesús lo sabía, y lloró por Jerusalén, porque no reconoció la hora de la gracia (cf. Lc 19,44). En tal caso, uno tiene que enfrentarse a todo lo que nos sobreviene en la vida y en la historia sin contar con esa ayuda que Dios nos había ofrecido para superarlo…
Y, ¿qué hay de Sodoma y Gomorra?
Veamos el ejemplo de Europa… ¡Cuánta gracia había recibido este continente por haberle sido anunciado el evangelio y por haberlo acogido! Pero, ¿qué sucede hoy, cuando se obedece cada vez menos al evangelio? Los pecados se han multiplicado y envenenan a las naciones; particularmente la lujuria, que es trivializada y considerada como un comportamiento normal. Sin embargo, las consecuencias son catastróficas: abortos, matrimonios destruidos, la homosexualidad como una forma de vida aceptada, relaciones fuera del matrimonio, hijos sin padres, pornografía, campañas mediáticas contra la castidad… ¡una autodestrucción de los pueblos!
¿Sodoma y Gomorra? ¡Aquí podemos ver ya la autodestrucción como consecuencia de haber rechazado el evangelio! Sólo una conversión sincera podrá cambiar esta situación. Por ello, es necesario anunciar el evangelio con el mismo celo y determinación que llenaba a los apóstoles.