Jn 3,7-15
Jesús dijo a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.” Preguntó Nicodemo: “¿Cómo puede ser eso?” Jesús le respondió: “Tú, que eres maestro en Israel, ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros estas cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os hablo de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él vida eterna.”
“Tenéis que nacer de nuevo.” Esta frase suena como un enigma para Nicodemo. Pero Jesús no baja de nivel; sino que le dice: “Tú, que eres maestro en Israel, ¿no sabes estas cosas?”
Hoy en día, entendemos bien lo que el Señor quiso decir en esta frase, pues en el Bautismo sucede exactamente este nuevo nacimiento del que Él hablaba.
San León Magno escribe en uno de sus sermones:
“¿Quién le rinde su veneración al Cristo verdaderamente sufriente, moribundo y resucitado, sino aquel que sufre, muere y resucita con Él? Esta participación en la Pasión del Señor ha iniciado ya en todos los hijos de la Iglesia: a través de la remisión de los pecados, el hombre surge a una vida nueva, y a través de la triple sumersión se simbolizan los tres días de muerte del Señor. Al mismo tiempo, en el bautismo se retira la capa de tierra que cubre el sepulcro. Con el ‘hombre viejo’ descendemos a la fuente bautismal, y renacidos nos elevamos de ella. Pero aquello que se inició en este sacramento, ha de llegar a plenitud a través de las obras.”
Entonces, a través del Bautismo somos hombres vueltos a nacer, del agua y del espíritu.
Precisamente ahora, en el Tiempo Pascual, se nos invita una y otra vez a vivir como hombres nuevos. También en el texto de San León Magno que acabamos de escuchar resuena esta invitación. Aquello que el Señor ha sembrado en nosotros y nos ha regalado, ha de desarrollarse. Así como el ser humano ya es persona desde el momento de la concepción y, a partir de ahí, comienza a desarrollarse tanto exterior como interiormente, así mismo ha de suceder con el hombre nuevo, creado a imagen de Cristo a través del baño de la regeneración, que ha de desarrollarse y llegar a plenitud a través de las obras.
Una persona no desarrolla su verdadera esencia de persona –o incluso la destruye– cuando hace el mal, cuando se deja llevar por sus pasiones impuras, cuando no sigue la voz de su conciencia o no la escucha siquiera. Lo mismo puede suceder con el cristiano bautizado que reniega de la gracia bautismal en una vida de pecado, perdiendo así su vocación de hijo de Dios y signo de su presencia en el mundo.
Aquel que nace del espíritu es guiado por el Espíritu Santo, por eso el Señor pone el ejemplo del viento, que “sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”. Las mociones que recibe del Espíritu son impredecibles para el hombre natural, porque surgen del misterio de Dios, y la perspectiva desde la cual Él mira cada situación es distinta a la forma de entender desde la sola razón humana. El que ha nacido del Espíritu tiene la mirada puesta en Dios, todo está orientado a Él y en su luz comprende las cosas.
La activación de la gracia bautismal sucede especialmente a través de la acción del Espíritu Santo. Nosotros, siguiendo sus indicaciones, hemos de procurar deshacernos de todo lo que obstaculiza su obra. Él se encargará del resto y nos librará de toda negligencia, para que cumplamos ágil y gustosamente la voluntad de Dios, que consiste precisamente en que vivamos como hombres nacidos del Espíritu. Las otras personas notarán esta diferencia, y se cuestionarán cuál es el ‘misterio’ o el ‘secreto’ de nuestra vida.