Ef 3,2-12
Habéis oído hablar de la misión de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro: cómo me fue comunicado por una revelación el conocimiento del misterio, tal como brevemente acabo de exponeros. Por la lectura de la carta podréis captar mi conocimiento del misterio de Cristo, un misterio que no fue dado a conocer a los hombres en generaciones pasadas. Ahora, en cambio, ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espíritu: que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa cumplida en Cristo Jesús. Todo ello ha sido anunciado por medio del Evangelio, del cual he llegado a ser ministro, conforme al don que Dios me ha concedido por la fuerza de su poder.
A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida la gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo, para que la multiforme sabiduría de Dios se manifieste ahora a los principados y a las potestades en los cielos, mediante la Iglesia. De este modo, Dios ha realizado su designio eterno en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios.
El misterio escondido desde siglos en Dios ha sido revelado –nos asegura la lectura de hoy. El Evangelio nos comunica esta luz, y el Apóstol Pablo fue llamado de forma especial a anunciar a los gentiles este misterio que ahora se ha hecho realidad.
En los tiempos de la Antigua Alianza, Dios había dispuesto una estricta separación entre el Pueblo de Israel y los gentiles, para que su Pueblo escogido no se profanara con los ídolos paganos ni se dejara confundir, quizá cayendo en una “falsa fraternidad”. En la Nueva Alianza, en cambio, los gentiles son llamados a través del Evangelio a ser coherederos y a formar parte de un mismo Cuerpo; es decir, la Iglesia, que se hizo visible a partir del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés.
Es importante cobrar consciencia de que este conocimiento sobre los caminos de Dios no es el resultado de reflexiones humanas; sino que nos ha sido revelado. Es decir que Dios mismo lo ha comunicado y se lo ha confiado de manera especial a San Pablo, “el menor de todos los santos”, como él se describe a sí mismo. Como todos sabemos por la Escritura, Pablo se había convertido de encarnizado perseguidor de los cristianos en incansable pregonero del Evangelio, gracias a una visión de Cristo (cf. Hch 9,1-8). Su conversión es tan significativa que, con justa razón, la Iglesia instauró una fiesta litúrgica propia para celebrarla, pues su servicio fue invaluable para el anuncio del Evangelio y la edificación de la Iglesia naciente.
Una revelación tiene otro nivel que mitos, conocimientos y sabiduría humana, leyendas y sueños de todo tipo; tiene otro nivel que las “semillas del Verbo” que pueden encontrarse en otras religiones y un conocimiento natural de Dios. La Revelación es la auto-manifestación de Dios, y se convierte para quienes quieren servirle en una “santa obligación”, en una verdad indiscutible, de la que no pueden ni quieren rehuir. Por eso, en otra de sus cartas San Pablo habla de la evangelización como un “deber que le incumbe” (cf. 1Cor 9,16). Es un deber, una obligación que se desprende del conocimiento de Dios; una obligación de servir al amor y a la verdad; un “santo deber”, por así decir, y, por tanto, también una enorme gracia. ¡De ello está consciente el Apóstol!
Gracias al anuncio del Evangelio, este misterio de Dios que ha sido revelado y ha llevado a la conversión a aquellos que creen y profesan, les es encomendado ahora a todos los fieles. También ellos tienen este “santo deber” de anunciar y de dar testimonio a través de una vida de conversión. De esta manera, corresponden al primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, así como al mandamiento de amar al prójimo, en cuanto que le comparten lo más importante: el mensaje de Cristo. Esto es aun más grande que las obras de misericordia corporales, siendo así que abarca el tiempo y la eternidad.
Es fundamental mantener la primacía de la evangelización, y no poner en primer plano las obras de misericordia corporales hasta el punto de descuidar lo más importante, privando así al hombre de la dimensión más crucial de su vida, que es la Revelación de Dios a través del Evangelio.
En este contexto, la vigilancia a la que nos exhorta el evangelio de hoy puede relacionarse también con la evangelización: “Si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete.” (Lc 12,39) Este boquete se abriría, por ejemplo, si colocásemos la Revelación de Dios a un mismo nivel con las religiones de otros pueblos y les atribuyésemos el mismo valor que a nuestra santa fe. Si esto sucede, el ladrón ya ha entrado en la casa, debilitando la singularidad de la Revelación divina y distrayéndonos de lo esencial de muchas maneras. Las últimas palabras del evangelio de hoy son éstas: “A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán.” (Lc 12,48)
A la Iglesia le ha sido confiada la Revelación de Dios, para que la custodie y le sirva. Por tanto, esto le corresponde también a cada uno de los fieles, de acuerdo a la medida que se le haya dado. Someternos y servir a esta tarea que el Señor nos ha encomendado es verdadera humildad. Entonces, no proclamaremos nuestras propias ideas, ilusiones, concepciones y sueños; sino aquello que Dios ha dispuesto para la salvación de los hombres, de modo que, como dice San Pablo, “la multiforme sabiduría de Dios se manifieste ahora a los principados y a las potestades en los cielos, mediante la Iglesia.”