Jn 6,30-35
En aquel tiempo, la gente dijo a Jesús: “¿Qué signo haces para que, al verlo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’.” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo.” Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan.” Les dijo Jesús: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed.”
Para el hombre no es fácil entender que no los bienes terrenales, sino los espirituales son lo más importante y, especialmente, Dios mismo. Los bienes terrenales están tan a nuestro alcance y deleitan nuestros sentidos; los bienes espirituales, en cambio, apelan a las dimensiones más profundas de nuestra existencia humana y no nos resultan tan accesibles.
La gente pedía un signo a Jesús, que les sirviera como prueba para creer en Él. Le recuerdan que, en el desierto, el maná les había permitido experimentar de forma palpable la presencia de Dios entre ellos.
En primer lugar, Jesús les enseña a interpretar correctamente este signo en el desierto. Aunque tuvo a Moisés como mediador humano, fue Dios quien les dio el maná. Ésta es una importante aclaración del Señor, porque, puesto que tendemos a fijarnos sobre todo en aquellas cosas que tocan nuestros sentidos, fácilmente sucede que nos quedamos en el mediador, olvidando a Aquél que lo envió.
Pero es Dios quien da la vida al mundo, en todos los sentidos. Nuestra ceguera no lo percibe, a pesar de que Dios penetra toda realidad, aunque, claro está, generalmente no podemos notarlo con los sentidos. Aquello que resulta evidente para el creyente, permanece velado para el no creyente. Y tal vez el creyente no siempre está consciente de que otras personas aún no conocen esta luz de la fe, de manera que para ellas sigue estando a oscuras aquello que él ve por la fe.
¿Habrán entendido los oyentes aquellas palabras de Jesús, declarándose a sí mismo como el pan de vida? ¿O fue para ellos simplemente un enigma, una misteriosa afirmación que les resultaba incomprensible?
“Señor, danos siempre de ese pan” –le pidieron las personas a Jesús; y el Señor les responde ofreciéndose a sí mismo con esta maravillosa promesa: “El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá nunca sed.”
A nosotros, los cristianos, nos consta cuán ciertas son estas palabras, porque el que encuentra la fe y entra en una viva relación con Dios, sacia su más profunda hambre y sed de vida. Nosotros tenemos la dicha de alimentarnos de ambas mesas del Señor: la mesa de su Palabra y la mesa de la Eucaristía. En cuanto a la Palabra de Dios, los Padres hablan de que se la puede ‘rumiar’, es decir, masticarla una y otra vez, para que pueda impregnarnos cada vez más y satisfaga nuestra alma. Así, al servirnos de la mesa de la Palabra y del pan sagrado de la Eucaristía, quedamos saciados.
En nosotros, los hombres, está inscrita esta hambre de Dios, el anhelo de la verdadera vida. Pero existe el peligro de que el hombre no perciba esta hambre, cuando recibe tantas otras satisfacciones en la vida terrenal. Nuestra sociedad moderna nos ofrece tantos sustitutos, tantas aparentes satisfacciones, de manera que el hambre espiritual parece desaparecer. El Cardenal Sarah se lamenta, además, del “terror del ruido” en el mundo actual, por el cual el hombre ya casi no conoce el silencio, que despierta más fácilmente en él el hambre espiritual.
Pero Dios también conoce caminos para llegar a las personas de este tiempo, para encontrarlas y ofrecerles la verdadera vida. Deberíamos pedirle a Él que nos muestre los caminos para llegar a los corazones, y aprender a percibir el momento oportuno de transmitir su Palabra. Por más importante que sea el servicio a los pobres y el compartir con ellos los bienes terrenales, más importante aún es ofrecerles ese pan que saciará su anhelo más profundo y pacificará la inquietud en el corazón del hombre. ¡Ese es el pan que realmente sacia!