Lc 21,9-19 (Evangelio de la memoria de San Cornelio y Cipriano según el leccionario tradicional)
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis. Es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato.” Y añadió: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino; habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares; se verán cosas espantosas y grandes señales en el cielo. Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio.
Así pues, convenceos de que no debéis tener preparado de antemano cómo os vais a defender; porque yo os daré palabras y sabiduría que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios. Seréis entregados incluso por padres y hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.”
Es fundamental que la Iglesia nos recuerde una y otra vez el Fin de los Tiempos. Nos encaminamos hacia el Retorno de Cristo. Aunque nadie conoce el día ni la hora (Mt 24,36), no cabe duda de que llegará el momento, así como también nos llegará con toda seguridad la hora de morir.
En muchos pasajes, la Sagrada Escritura nos enseña claramente que no existe una evolución natural hacia lo mejor, por más que haya especulaciones en ese sentido. Podemos constatarlo en la historia humana. Ciertamente hemos alcanzado algunos avances, sobre todo en lo que se refiere a las circunstancias externas de la vida y la convivencia. No pocos conocimientos científicos han contribuido a una mejora en las condiciones de vida. Sin embargo, cuando nos fijamos, por ejemplo, en la barbaridad del aborto, en la difusión de la eutanasia, en la perversión sexual y en muchas otras cosas, tendremos que concluir con sobriedad que no necesariamente el hombre cambia para bien en un proceso meramente natural. Sólo bajo el influjo de la gracia es capaz de superar aquellos destructores abismos que lo aprisionan.
En ese sentido, es insensato poner nuestra esperanza en personas, en sistemas políticos, en ideas humanas, en un proceso evolutivo de la historia que tiende por sí mismo a lo positivo u otros constructos semejantes.
Podemos tener esperanza gracias a la bondad y el amor de Dios, que no se cansa de llamarnos de regreso a casa, a su Reino. Podemos tener esperanza porque el amor divino no es inestable como nuestro amor humano, porque Dios cumple sus promesas, porque el amor del Padre no se rinde frente a nuestro alejamiento, sino que nos busca sin cesar.
Es esta esperanza en la inmutable bondad de Dios la que ha de impedir que nos desesperemos ante los terribles sucesos que Jesús predice en el evangelio de hoy. El Señor anuncia guerras, hambre, peste, terremotos, sucesos terribles… Llegarán falsos profetas que confundirán a las personas y aparecerán grandes señales en el cielo.
Jesús no nos oculta las catástrofes que sobrevendrán a la humanidad. El Retorno de Cristo estará precedido por acontecimientos terribles. Si no cerramos nuestros ojos, nos daremos cuenta de que mucho de lo que aquí fue anunciado ya se ha cumplido. En efecto, gran parte de lo que el Señor nos hace ver en el evangelio de hoy ya ha sucedido, y otros acontecimientos pueden aún sobrevenirnos…
Entonces, no podemos anunciar un mundo que se convierte en armonioso y pacífico sólo gracias a los esfuerzos de las personas. Tanto la Sagrada Escritura como el transcurso de la historia nos enseñan algo distinto. Por muy correcto que sea trabajar para que nuestro mundo sea mejor y más justo, es un error esperar que esto suceda en primera instancia gracias a la obra del hombre. Querer ver siempre sólo lo bueno tergiversa la realidad tanto como si siempre y en toda hora se detecta sólo el mal.
¡Hemos de interiorizar el realismo bíblico! Podemos esperar una mejora siempre y cuando el hombre corresponda a la gracia de Dios y su corazón sea transformado.
¡Sólo habrá verdadera paz cuando los hombres conozcan a Dios como Él es en verdad y acepten la Redención en Cristo! “Paz sólo hay en Dios” –decía el hermano Nicolás, el santo patrono de Suiza.
También puede existir una falsa paz, que de algún modo excluye a Dios. En ese sentido, vemos que actualmente se está intentando involucrar a las religiones en los esfuerzos por alcanzar la paz, pero lamentablemente a costa de la unicidad y singularidad del mensaje del Señor.
En los últimos días, incluso tuvimos que escuchar cómo el jefe de la Iglesia Católica se dirigía a los jóvenes en un encuentro interreligioso en Singapur y les decía que “todas las religiones son un camino para llegar a Dios”. Se trata de un grave engaño, que contradice el testimonio de las Sagradas Escrituras y la auténtica doctrina de la Iglesia. Debemos cobrar consciencia de que aquí actúa un “espíritu distinto”, que ya no anuncia a los hombres la salvación en Cristo. Puesto que no se trata de una declaración aislada, sino que se sitúa en el contexto de muchas afirmaciones y acciones similares, es de temer que aquí se están abriendo las puertas para dar lugar a una especie de religión universal, en la que todas las religiones han de ser vistas a un mismo nivel. Sin embargo, con esta pretensión se estaría negando la misión de la Santa Iglesia Católica de llevar el Evangelio a todos los hombres, conforme al encargo del Resucitado (cf. Mt 28,19-20). La aceptación del Evangelio y la transformación de los corazones de los hombres a través del Espíritu Santo son condiciones indispensables para que venga aquella paz que sólo Jesús puede dar (cf. Jn 14,27).
Tampoco las instituciones políticas son capaces de traer la verdadera paz. Más valdría advertir de ellas que exigir obediencia frente a las ideologías que éstas fomentan, pues no se puede obviar su carácter anticristiano, que se manifiesta con frecuencia.
Entonces, no nos dejemos engañar y pongamos toda nuestra esperanza en Dios. Él nos sostendrá en todos los terribles sucesos que precederán al Retorno de Cristo, de manera que no puedan paralizarnos. Si escuchamos sobre estos escenarios amenazadores, acudamos al Señor, en cuya cercanía podemos refugiarnos aun en las tribulaciones, con la certeza de que Él volverá. Sí, ¡ven Señor Jesús! ¡Maranathá!