Is 61,9-11 (Lectura correspondiente a la Fiesta del santísimo nombre de María)
Su descendencia será conocida en las naciones y sus vástagos entre los pueblos; todos los que los vean reconocerán que son el linaje bendecido por el Señor. Con gozo me gozaré en el Señor, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto como el esposo se pone una diadema, como la novia se adorna con aderezos. Porque, como una tierra hace germinar plantas y como un huerto produce su simiente, así el Señor hace germinar la justicia y la alabanza en presencia de todas las naciones.
La memoria opcional que hoy celebramos en honor al Santísimo Nombre de María, nos traslada al año 1683… Un inmenso ejército turco, liderado por el Gran Visir Kara Mustafá, se encuentra a las puertas de Viena, dispuesto a quedarse con la “manzana de oro del Sacro Imperio”, como llamaban los otomanos a esta ciudad. Ya en el siglo anterior (1529) los turcos habían intentado conquistarla, bajo el mando de Solimán el Magnífico, pero no lo habían logrado. Esta vez su ejército era mucho más poderoso y el Gran Visir estaba convencido de que tomarían la ciudad, de modo que el camino para penetrar más profundamente en Europa les quedaría accesible.
Si esta pretensión hubiera tenido éxito, se habría extendido aún más el islam y habría ejercido su dominio sobre naciones europeas. Muchos cristianos consideraban la violenta expansión del islam como un peligro anticristiano.
Con el apoyo del Papa Inocencio XI, se logró reunir un ejército de austríacos, polacos, bávaros y sajones. Por primera vez se aliaron las tropas del Sacro Imperio Romano con las de Polonia-Lituania.
Tras un asedio de 61 días por parte de los turcos, la población de Viena se encontraba en una situación cada vez más desesperada. Muchos padecían hambre y miles de minadores turcos trabajaban de forma subterránea para volar las fortificaciones de la ciudad y lograr así la conquista.
Mientras tanto, muchos cristianos elevaban sus oraciones a Dios… El 15 de agosto de 1683, en la Fiesta de la Asunción, el rey polaco Juan III Sobieski partió personalmente hacia Viena, para acudir en ayuda del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Aconsejado por un santo sacerdote capuchino, Marco d’Aviano, el emperador Leopoldo le había confiado al rey polaco el mando supremo sobre las tropas cristianas.
Antes de emprender la marcha hacia la asediada ciudad con el ejército cristiano, el Padre Marco celebró el Santo Sacrificio mientras el rey Sobieski hizo de acólito. Luego exhortó a los soldados a repetir muchas veces el nombre de Jesús y de María. El 12 de septiembre de 1683, llegado el momento de la decisiva batalla, Sobieski animó a sus soldados diciéndoles: “Avancemos contra el enemigo con plena confianza en el auxilio del cielo y en la protección de la Santísima Virgen.”
Así, llevando por delante el estandarte de la Virgen, el ejército cristiano logró derrotar a los turcos, a pesar de su notable superioridad numérica, y pudo salvar así la asediada ciudad de Viena. Esta victoria, que entró en la historia como la “batalla de Kahlenberg”, tuvo una gran importancia: no sólo puso fin al segundo asedio turco de Viena, sino que además marcó el principio del fin del dominio otomano en Europa.
Como acción de gracias por la liberación de Viena, el Papa Inocencio XI determinó que en la Iglesia Universal se celebrara cada 12 de septiembre, día de la victoria decisiva, la Fiesta del Santísimo Nombre de María, que había surgido en España en el siglo XVI.
En la historia, conocemos diversas situaciones de grave amenaza en las que los cristianos invocaron confiadamente a la Virgen María y obtuvieron por su intercesión la ayuda esperada. En el caso de la batalla de Kahlenberg, pudieron alejar el peligro anticristiano del islam que amenazaba a Europa.
Hoy en día el espíritu anticristiano se manifiesta de muchas maneras y amenaza a todos los hombres. Son los poderes de las tinieblas, que, en su hostilidad a Dios, intentan establecer su perverso dominio de todas las formas posibles para alejar al hombre de Dios y subyugarlo. Esto no siempre sucede a través de guerras físicas y agresivas, sino que también puede darse simplemente socavando y debilitando la fe cristiana.
Recordemos que en el asedio de Viena la estrategia turca era cavar túneles subterráneos para colocar allí sus barriles de pólvora y lograr así explosiones letales. Si no hubiese sido porque en el último momento pudieron impedirse estas acciones, las fortificaciones de la ciudad habrían sido voladas y el ejército otomano habría podido conquistar la ciudad.
También hoy en día hay minadores que trabajan en lo escondido –de forma subterránea, por así decir– para erigir un dominio anticristiano. Se han infiltrado aun en nuestra Iglesia, que es el baluarte y la fortaleza contra toda forma de gobierno anticristiano.
Por ello, es más que apropiado implorar la ayuda de la Virgen María, la Madre de Dios, para resistir contra estos poderes hostiles a Dios. En Viena, el ejército cristiano hizo frente a las tropas enemigas, a pesar de su inferioridad numérica, y con la ayuda de Dios obtuvo la victoria. Hoy en día necesitamos un ejército equipado con armas espirituales, para librar la batalla contra las fuerzas del mal.
Sin duda alguna, la Madre del Señor está siempre dispuesta a acudir en ayuda del “ejército del Cordero”, y tampoco cabe duda sobre quién se llevará el triunfo: “Harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles” (Ap 17,14). En todo caso, la Iglesia militante está llamada a luchar, sin dejarse engañar por sus enemigos.