Ecl 11,9–12,8
Disfruta, muchacho, en tu juventud, pásalo bien en tu mocedad. Vete por donde te lleve el corazón y a gusto de tus ojos; pero a sabiendas de que por todo ello te juzgará Dios. aparta el mal humor de tu pecho y aleja el sufrimiento de tu cuerpo, que juventud y mocedad son efímeras. Acuérdate de tu Creador durante tu juventud, antes de que lleguen los días aciagos y alcances los años en que dirás: “No me agradan.” Antes de que se oscurezca la luz del sol, la luna y las estrellas, y retornen las nubes tras la lluvia. Ese día temblarán los guardianes de la casa y los robustos se encorvarán, las que muelen serán pocas y se pararán, las que miran por las ventanas se ofuscarán, las puertas de la calle se cerrarán y el ruido del molino se apagará, se debilitará el canto de los pájaros y enmudecerán las canciones, darán miedo las alturas y rondarán los terrores.
Cuando florezca el almendro, y se arrastre la langosta, y no dé gusto la alcaparra, porque el hombre marcha a la morada eterna y el cortejo fúnebre recorre las calles. Antes de que se rompa el hilo de planta, y se destroce la copa de oro, y se quiebre el cántaro en la fuente, y se raje la polea del pozo, y el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva a Dios, que lo dio. Vanidad de vanidades, dice Qohelet, todo es vanidad.
No se debe hacer oídos sordos a las advertencias de estar conscientes de la presencia de Dios y evitar así cualquier ligereza en la vida. En realidad, nosotros, los hombres, sabemos muy bien que todo lo terrenal es pasajero, y Qohelet quiere una vez más dejárnoslo en claro. Hacer énfasis en la transitoriedad de las cosas no es expresión de una cosmovisión negativa y pesimista, como podría parecer en un primer momento. Antes bien, se trata de mostrarle claramente al hombre dónde puede hallar la única y verdadera seguridad. ¡Esta lección será esencial para él!
Nosotros, los hombres, corremos el peligro de buscar falsos apoyos y edificar nuestra vida sobre falsos cimientos; cimientos que no pueden resistir cuando llega la tormenta (cf. Mt 7,21-29). Desde un punto de vista espiritual, todo esto es mera ilusión. Para despertar de tales ilusiones, a veces hacen falta palabras claras. ¿No es mejor que alguien nos dirija palabras claras antes que confundirnos en la maraña de nuestras propias ilusiones? ¿Acaso la enfermedad, la muerte, el sufrimiento y las catástrofes no se nos convierten en maestros, cuando interpretamos correctamente su mensaje?
Si anclamos nuestro corazón en Dios y lo buscamos a Él en primer lugar (Mt 6,33), nos resultarán evidentes las lecciones de Qohelet.
El amor nos enseña a no anteponer nada a Dios y a aceptarlo todo de su mano. El amor nos proporciona la distancia necesaria para que sepamos tratar en la libertad de los hijos de Dios todo aquello que encontramos en este mundo. La belleza de las cosas creadas ya no podrá cautivarnos, sino que nos hablará del derroche del amor de nuestro Padre Celestial; el vino alegrará el corazón del hombre (Sal 104,15), pero ya no será para él una trampa. Las riquezas materiales ya no le servirán para edificar una supuesta seguridad, sino para hacer el bien; las desgracias ya no serán motivo para caer en desesperación, sino una lección para madurar en la escuela de Dios.
Al anclar día a día nuestro corazón en Dios, iremos aprendiendo a ver con sus ojos y a actuar en su amor. Así, le permitimos al Espíritu Santo –nuestro “Maestro interior”– llevar a cabo la separación de los espíritus, para deshacernos de una forma de pensar meramente humana.
A la luz de Dios, cambia nuestra visión de la vida y aprendemos a distinguir lo esencial de lo que no lo es. Agradecidos podremos contemplar la belleza de la Creación y, al mismo tiempo, estar conscientes de su transitoriedad. Podremos alegrarnos en las relaciones humanas, sin olvidar la limitación de las personas. Podremos reconocer nuestra vocación más profunda a la luz de Dios, sabiendo, no obstante, que estamos muy necesitados de la ayuda de Dios para llegar a ser aquello que Él ha dispuesto que seamos.
Qohelet quiere que no nos perdamos en el viento que va y viene, y que no es más que “vanidad de vanidades”; sino que anclemos nuestro corazón allí donde no hay viento sino verdadera vida.