Hch 5,34-42
En aquellos días, se levantó en el Sanedrín un fariseo llamado Gamaliel, doctor de la ley, un hombre con prestigio ante todo el pueblo. Mandó que hicieran salir un momento a aquellos hombres, y les dijo: “Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Lo digo porque hace algún tiempo se presentó Teudas, que pretendía ser alguien y al que siguieron unos cuatrocientos hombres. Pero, una vez muerto, todos los que le seguían se disgregaron; y la cosa quedó en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se presentó Judas el galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que le habían seguido se dispersaron.
Ahora, pues, os digo: Desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si este plan o esta obra es de los hombres, fracasará; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirlos. A ver si a la postre os vais a encontrar luchando contra Dios.” Y aceptaron su parecer.
Entonces llamaron a los apóstoles y, después de haberlos azotado, les intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Luego los dejaron en libertad. Ellos abandonaron el Sanedrín gozosos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre.
Ni un solo día dejaban de enseñar en el Templo y por las casas, y de anunciar la Buena Nueva de que Jesús es el Cristo.
El consejo de Gamaliel ha alcanzado cierta fama, de modo que hasta hoy decimos en la Iglesia: “Si esta obra es de Dios, ha de crecer; pero si no es de Dios, se disolverá.”
Si aplicamos esta máxima a la historia, podremos afirmar con toda certeza que la Iglesia tiene que ser de Dios, pues a pesar de tantos ataques, persecuciones, divisiones, pecados y confusiones, sigue en pie hasta el día de hoy. Algo similar podría decirse también sobre el Pueblo de Israel: sigue existiendo, a pesar de inimaginables sufrimientos y persecuciones que tuvo que atravesar. Y no sólo sigue existiendo como Pueblo, sino que hoy cuenta incluso con un estado propio, y los judíos de todo el mundo son invitados a establecerse en Israel. Esta afirmación es independiente del juicio político que cada uno pueda tener respecto a esta situación. Entonces, mirando la historia en retrospectiva, vemos que el consejo de Gamaliel se confirma.
En el caso de la lectura de hoy, el consejo de Gamaliel ayuda a liberar a los apóstoles de la situación en la que estaban. La sugerencia parecía resultarles coherente incluso a aquellos que no sabían qué hacer con los apóstoles. La situación se había vuelto cada vez más difícil para el Sanedrín. Por un lado, no estaban dispuestos a reconocer las obras que realizaban los apóstoles, pues sus corazones estaban cerrados. Por otra parte, se veían constantemente confrontados al actuar de Dios, que se manifestaba a través de los apóstoles a la vista de todos. Por tanto, ya no sabían qué hacer. Esta actitud de impotencia puede notarse en el hecho de que los azotaron y les prohibieron seguir hablando en nombre de Jesús, a pesar de que sabían bien que los apóstoles no acatarían esta orden.
Los apóstoles, en cambio, pudieron revertir su situación, gracias al Espíritu Santo. Soportaron los azotes, porque sabían que los habían recibido por causa de Jesús. Vemos que ellos siguen una lógica totalmente distinta a la del Sanedrín. El texto incluso menciona que estaban “gozosos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre”.
¿Qué tipo de alegría puede experimentarse al ser injustamente azotado? Cuando recibimos un castigo justo, podríamos sentir una cierta satisfacción, porque estamos reparando y pagando por algo que hicimos. Podemos incluso sentir un alivio, porque posiblemente la cuestión sea llevada a término.
Sin embargo, el caso de los apóstoles es distinto, pues no se trata de un castigo justo que recibieron, sino de un acto arbitrario por parte de las autoridades. La reacción normal ante esto sería rebelarse, agredir o exigir justicia.
Los apóstoles, en cambio, no se dejan llevar por las reacciones naturales. Ciertamente no habrán justificado el castigo injusto; pero habrán pensado en el Señor, en el Justo, quien cargó sobre sí mismo la injusticia de este mundo y pagó por ella. De este modo, unieron en ese momento su sufrimiento al sufrimiento de Cristo, dejándose tratar injustamente.
Esta actitud sobrepasó las reacciones naturales y únicamente fue posible a través del Espíritu de Dios y de la unión íntima que los apóstoles tenían con Dios. Así es como la Sagrada Escritura puede afirmar que “abandonaron el Sanedrín gozosos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre.”
Lo que era una injusticia se convirtió para los apóstoles en un honor, al poder imitar a su Maestro. De ahí procede la alegría que experimentaron. No se trata, pues, de una perversa complacencia en el maltrato o de masoquismo; sino del gozo de asemejarse al Señor.
Así, los apóstoles se convierten en ejemplo también para nosotros. En el sermón de la montaña, el Señor ya lo había dicho: “Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan, y cuando, por mi causa, os acusen en falso de toda clase de males. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos.” (Mt 5,11-12)
La alegría de los apóstoles hace parte de las bienaventuranzas. ¡Una increíble transformación de la situación! Por un lado, están los impotentes e injustos castigadores; por otro lado, los valientes y felizmente sufrientes.
No es de sorprender que los apóstoles hayan salido fortalecidos de esta situación, y que, lejos de acatar la orden del Sanedrín, “ni un solo día dejaban de enseñar en el Templo y por las casas, y de anunciar la Buena Nueva de que Jesús es el Cristo.”