Mt 11,25-27
En aquel tiempo, exclamó Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.”
En el evangelio de hoy, nos encontramos con dos afirmaciones del Señor de gran importancia.
En primera instancia, el regocijo de Jesús por la sabiduría de su Padre. Los contenidos esenciales de la vida –a saber, el encuentro con Dios y la comunión con Él– no se limitan a las personas instruidas. ¡No! El camino de Dios es accesible para todos los hombres, y a menudo son los sencillos quienes fácilmente comprenden lo que significa la fe y el regalo que Dios les otorga en ella. En este contexto, también se nos vienen a la mente aquellas otras palabras del Señor: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).
Esta cita se hace eco del mismo tema… Los niños, sobre todo cuando conservan su inocencia, son personas sencillas. No es raro que, con su característica sencillez, den en el punto en cuestiones que a menudo los adultos reconocemos sólo después de una larga trayectoria.
En mi experiencia personal, también puedo decir que muchas veces las personas más sencillas comprenden rápidamente las cosas espirituales; mientras que permanecen inaccesibles para aquellos que confían demasiado en su propia sabiduría y ambicionan la inteligencia de este mundo.
¿Por qué será así?
Resulta que los contenidos espirituales no son tanto una cuestión del intelecto y de la formación académica. Antes bien, se trata de captar interiormente lo esencial, para lo cual hace falta un corazón abierto. El Espíritu Santo toca con su luz nuestro espíritu y nuestro corazón. Si el entendimiento se abre humildemente a esta luz, llega a un gran conocimiento, que no es producto de su propio razonamiento. Se trata de una luz sobrenatural, que llega a nosotros y también puede penetrar fácilmente en una persona que no está dotada de grandes cualidades intelectuales.
Cuando una persona está muy marcada por el intelecto y busca principalmente en él su seguridad e identidad, éste podrá convertirse incluso en un obstáculo. Entonces puede suceder que, por tantos complejos sofismas, no logre captar lo esencial que Dios le ofrece. Se queda encerrada en el entendimiento limitado de una creatura, y no alcanza el conocimiento sobrenatural.
Probablemente a estos tales se refiere el Señor al hablar de los “sabios e inteligentes”, que son autosuficientes y admiran las obras de su propio entendimiento.
La segunda afirmación del Señor nos deja muy en claro que sólo a través de Él se puede llegar al Padre y conocerlo: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.” En otra parte del evangelio, el Señor dice: “Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14,6b)
Quien sigue mis meditaciones diarias, sabrá muy bien que es un punto en el que insisto una y otra vez. El motivo por el cual es necesario poner énfasis en ello es porque a menudo ya no se transmite esta afirmación de Jesús tal como Él la pronunció y como fue anunciada por la Iglesia a lo largo de los siglos. Son aquellos complejos sofismas los que pretenden sacudir esta verdad, y presentan caminos de salvación paralelos a la fe en Cristo.
Sin embargo, las almas sencillas no deben dejarse seducir por tales errores; sino que han de aferrarse a la Palabra inequívoca de Cristo y a la auténtica doctrina de la Iglesia. Simplemente han de seguir esta sencilla lógica: Si Cristo es el Hijo de Dios –lo cual todo católico cree–, entonces es evidente que solo Él puede mostrarnos verdaderamente al Padre. Si Jesús es el Hijo de Dios y nuestro Redentor –lo cual todo cristiano cree–, entonces es totalmente lógico que nadie puede ir al Padre sino a través de Él. ¡Así de sencillo!
Y si esto es así y el cristiano interioriza esta verdad, entonces hará todo para que también otras personas conozcan a Jesús y obtengan en Él la salvación. ¡Así es!
La pregunta de qué sucede con las personas que en su vida no tuvieron la oportunidad de encontrarse con Jesús, podemos dejarla en manos de buenos teólogos, que sean fieles a la recta doctrina. En todo caso, las almas sencillas están convencidas de que Dios tratará con amor y justicia a tales personas.
Concluyamos la meditación de hoy con una breve mención al santo a quien hoy conmemoramos: San Camilo de Lellis. Nació el 25 de mayo de 1550 en Bucchianico (Italia), y murió el 14 de julio de 1614 en Roma. Camilo tuvo una infancia difícil porque su madre murió siendo él aún muy joven. Se convirtió en mercenario y participó en guerras. Debido a una herida en su pie, su servicio militar se terminó.
Camilo se volvió adicto al juego, y por ello perdió su trabajo. En 1574 experimentó la gracia de la conversión. Posteriormente, conoció a San Felipe Neri, quien le animó en su camino. En 1582, San Camilo fundó junto a un grupo de personas afines la Orden de los Clérigos Regulares Ministros de los Enfermos (también llamados “Camilianos”), que hicieron el voto heroico de cuidar a los enfermos incluso poniendo en riesgo sus propias vidas; es decir, que servirían también a los que sufrían la peste.
San Camilo fue ordenado sacerdote en 1584. En 1607 renunció a la dirección de la Orden. En los últimos años de su vida sufrió cada vez más enfermedades, pero siempre que podía, se levantaba de su lecho para visitar a los enfermos. Mientras daba un emotivo sermón a sus hermanos, Camilo murió.
Quedémonos con esta frase del santo de hoy: “Piensa bien, habla bien, actúa bien. Estas tres cosas, mediante la misericordia de Dios, harán a un hombre ir al Cielo.”
¡Así de sencillo!