Job 42,1-3.5-6.12-16
Job respondió al Señor: “Reconozco que lo puedes todo, y ningún plan es irrealizable para ti, yo, el que te empaño tus designios con palabras sin sentido; hablé de grandezas que no entendía, de maravillas que superan mi comprensión. Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso, me retracto y me arrepiento, echándome polvo y ceniza.”
El Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio; sus posesiones fueron catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricas. Tuvo siete hijos y tres hijas: la primera se llamaba Paloma, la segunda Acacia, la tercera Azabache. No había en todo el país mujeres más bellas que las hijas de Job. Su padre les repartió heredades como a sus hermanos. Después Job vivió cuarenta años, y conoció a sus hijos y a sus nietos y a sus biznietos. Y Job murió anciano y satisfecho.
Hoy escuchamos el buen desenlace de tantos sufrimientos que Job tuvo que padecer. Por la gracia de Dios y habiendo atravesado todos los dolorosos procesos de purificación, Job dio la respuesta correcta al Señor y superó toda resistencia contra Él. Job entendió que su razón era demasiado limitada como para comprender los caminos de Dios, y reconoció que había hablado con palabras sin sentido, empañando los designios divinos. A través del camino del sufrimiento con todas sus pruebas, Job terminó conociendo más a profundidad a Dios, de manera que pudo exclamar: “Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos”.
Al final del proceso de purificación, se llega a un conocimiento más profundo de Dios y a una relación más íntima y confiada con Él. Podríamos hablar de una amistad con Dios, o incluso, de cierta forma, de un “desposorio místico del alma con Dios”. Esto quiere decir que Él ha hecho a un lado todo lo que obstaculizaba la unificación con su Voluntad. Recordemos que la gran meta de nuestro camino espiritual es la unión de nuestra voluntad con la de Dios. Hemos de aprender a cumplir su Voluntad de buena gana, total e inmediatamente, como lo hacen los santos ángeles.
Todos los obstáculos que se interponen en el camino hacia esta meta, el Señor quiere hacerlos a un lado: toda insensatez y toda resistencia –aun oculta– contra Él. Esta resistencia no se manifiesta sólo en los pecados graves; sino a menudo en el orgullo escondido, que se complace en edificar su propio valor sobre nuestras cualidades intelectuales, espirituales o corporales, sean éstas reales o supuestas. ¡Todo esto ha de ser apartado, para que el amor divino pueda derramarse indivisamente en nosotros!
El feliz desenlace de este libro nos señala algo muy importante: todos los procesos de purificación no son, de modo alguno, un castigo de Dios, como tendemos a interpretarlos y como el demonio quiere hacérnoslos ver para sacudir nuestra confianza en el Señor. Por el contrario, las purificaciones tienen una maravillosa meta: en la persona ha de despertar un amor más grande a Dios y a los hombres. Por eso, debemos recordar una y otra vez que Dios, en su amor, integra en su plan de salvación para la transformación de nuestra alma todas las pesadas cruces que se nos presenten, por dolorosas que sean y por más que nos asustemos ante ellas…
Santa Teresa de Ávila, una gran maestra del camino interior, dijo una vez: “Si las personas supieran las gracias que les esperan, no tendrían tanto miedo a las purificaciones.” Lo mismo nos da a entender el final del texto bíblico de hoy: después de su transformación, Job pudo experimentar más que nunca la misericordia de Dios.
Y, efectivamente, es así: los procesos de purificación son un medio que el Señor emplea para acrecentar en nosotros el amor. Están movidos por el mismo amor que nos creó y nos redimió, y son una de las herramientas del Espíritu Santo, que quiere que todo en nosotros sea tocado por el amor de Dios. Por eso hay que considerar como una gracia cuando el Señor purifica el alma; un proceso que hace parte de todo serio seguimiento de Cristo.
Entonces, debemos tratar de vencer cualquier miedo ante tales procesos de purificación en nuestra vida espiritual. Antes bien, hemos de depositar nuestra confianza en Dios y estamos llamados a intentar día tras día afrontar en el Espíritu del Señor las situaciones difíciles. Pueden parecer horas oscuras para nuestra alma; pero en realidad Dios está obrando en ella a profundidad, haciendo que su luz resplandezca más y más. Y entonces esta luz suya impregna y purifica nuestra luz natural, el entendimiento, que aún está cargado de errores e insensatez. Así, la luz divina brilla cada vez más y el amor crece.
Después de cada cruz que hayamos cargado, estaremos agradecidos con el Señor por ella, porque, al fin y al cabo, Él todo lo ha hecho bien, y quizá a través de esta cruz hemos podido colaborar en el plan de salvación, no sólo para nuestro beneficio, sino también para el de otras personas.