1Tim 6,3-12
Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, está cegado por el orgullo y no sabe nada; sino que padece la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin propias de gentes que tienen la inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la piedad es un negocio.
Y ciertamente es un gran negocio la piedad, con tal de que se contente con lo que tiene. Porque nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso. Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas; corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella solemne profesión delante de muchos testigos.
Atenerse a la sana doctrina de nuestro Señor Jesucristo –como lo expresa tan atinadamente San Pablo– sigue siendo hasta hoy en día el camino para no dejarse enceguecer por las modas y tendencias de la época, por las confusiones que incluso han penetrado parcialmente en la Iglesia.
La palabra “ceguera” hace alusión a un aspecto muy importante: las falsas doctrinas difunden una especie de “falsa luz”, como un “fuego fatuo” que quiere apartarnos del camino. Son particularmente peligrosas porque mezclan lo verdadero con lo falso, y dan una respuesta equivocada a una preocupación justificada.
Por ejemplo, si se transmite la misericordia como si ya no hiciera falta la conversión del pecador o como si el pecado en realidad no fuese tan grave porque “Dios es tan bueno”, entonces la gran verdad y belleza de la misericordia de Dios se tergiversaría y el hombre terminaría siendo engañado.
En la lectura de hoy, San Pablo nos advierte de un gran mal, que es la avaricia. Ésta es incompatible con el camino de la verdadera piedad, pues no se centra en Dios ni es modesta con las cosas de este mundo; sino que incluso puede abusar de la piedad para obtener su propio provecho.
Una vez que la avaricia se ha apoderado del alma, quiere atraerlo todo hacia sí y se entrega al deseo de poseer cada vez más. La avaricia no se limita únicamente a los bienes materiales, sino que también puede desarrollarse una cierta ambición con respecto a los bienes intelectuales, que, al igual que la avaricia material, deforma a la persona (como, por ejemplo, querer saberlo todo, leer cada cosa que se nos ofrece, etc.).
El Apóstol nos enseña que el hombre de Dios no debe corromperse con nada de esto, sino que está llamado a evitar peleas innecesarias y a contentarse con las cosas esenciales que hacen falta para vivir. Está llamado a luchar por las virtudes y a librar el buen combate de la fe.
Si en aquella época era una lucha preservar la pureza de la fe –tanto por el ataque de las falsas doctrinas como por la confrontación con los judíos–, también hoy en día tenemos que librar el buen combate de la fe, para defenderla de la influencia de un mundo cada vez más impío. Nosotros mismos tenemos que sustraernos conscientemente de cualquier influencia inútil y nociva, sin permitir que la fe sea diluida y quede afectada.
Un gran peligro de nuestros tiempos es que ya no se reconozca al pecado como pecado; sino que se lo relativice. Así, en las personas ya no surgirá el anhelo de ordenar su vida conforme a la voluntad de Dios.
El espíritu del relativismo, que no tolera una verdad absoluta ni está dispuesto a someterse a ella, se está extendiendo cada vez más. En realidad, esta tendencia es una terrible distorsión que confunde la mente del hombre, haciéndolo incapaz de distinguir entre el bien y el mal y de reconocer los límites. En el peor de los casos, se termina considerando al mal como un bien.
Para defendernos de tales fuegos fatuos que ciegan al hombre, el arma al que hemos de recurrir es la fe. Pero debemos estar atentos a que no esté contaminada por el espíritu de relativismo, sino que siga siendo la misma que la Iglesia ha predicado desde los tiempos apostólicos. Hay que tener mucho cuidado en este punto, y renunciar a cualquier corriente teológica o pastoral que no concuerde con la auténtica doctrina de la Iglesia. De este modo, podemos atenernos a la “doctrina sana” de los apóstoles y seguir así el consejo que el Apóstol de los Gentiles da a Timoteo en la lectura de hoy.