2Cor 5,14-20 (Lectura opcional para la Fiesta de Santa María Magdalena)
El amor de Cristo nos apremia, persuadidos de que si uno murió por todos, en consecuencia todos murieron. Y murió por todos a fin de que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. De manera que desde ahora no conocemos a nadie según la carne; y si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos así. Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de reconciliación.
Somos, pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios.
¡El amor de Cristo nos apremia! He aquí la verdadera motivación cuando, por gracia de Dios, nos hemos convertido en una “nueva criatura”. Este amor suscita una santa impaciencia por cumplir la Voluntad de Dios, sin desaprovechar nada. En esto se diferencia de la impaciencia humana, que es incapaz de esperar hasta que las cosas maduren y sólo se propone metas a corto plazo.
El apremio del amor de Cristo, en cambio, tiene presente aquella otra exhortación de San Pablo: “Aprovechad bien el tiempo presente, porque corren días malos” (Ef 5,16). En otras palabras, no os quedéis dormidos ni desperdiciéis el tiempo que os ha sido dado para cumplir la Voluntad del Señor y para hacer el bien.
Sabemos que San Pablo ardía en su interior, y que el fuego del Espíritu Santo lo empujaba a no hacer otra cosa que anunciar a “Cristo crucificado” (cf. 1Cor 2,2). ¡Cuán profundamente había asimilado lo que Dios, en su bondad, había hecho por él! ¡Hasta qué punto reconoció lo que Jesús había alcanzado para la humanidad entera! ¡Cuánto le apremiaba el amor del Señor, comunicándole una santa inquietud y haciéndolo incansable en su servicio, con tal de cumplir plenamente su misión en este mundo! Su celo por la Ley, falto aún de la luz de Dios y que lo había llevado hasta el punto de perseguir a los cristianos (cf. Fil 3,6), se tornó después de su conversión en un auténtico celo por el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Él mismo se convirtió en una “nueva criatura”, y hasta el día de hoy escuchamos atentamente sus palabras y prestamos oído a sus advertencias.
Esta “nueva criatura”, vuelta a nacer en el Espíritu Santo, es el gran don que se les concede a los cristianos. Así, pueden dejar atrás lo viejo y dedicarse completamente a lo nuevo que Dios les encomienda. Esta novedad consiste en entender las cosas a la luz de Dios y no –como el “hombre viejo”– conforme a criterios meramente humanos y, por tanto, imperfectos. Insertados en Cristo y permaneciendo en Él, los cristianos son “nuevas criaturas”, que “no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre” (Jn 1,13), sino del Espíritu (cf. Jn 3,8).
Y es este Espíritu Santo el que ahora impulsa y marca el camino a esta nueva criatura. Por ello, no debe surgir en ella una actitud tensa y agitada, ni una presión malsana, que no hable el lenguaje del espíritu sino de la naturaleza humana. En cambio, sí puede y debe movernos una santa inquietud, impregnada del espíritu de piedad.
Una santa inquietud puede surgir del dolor al ver a tantas personas que aún no conocen ni siguen a su Redentor. Puede aumentar al recordar cómo el Señor preguntó: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8). Esta inquietud arde en nosotros cuando meditamos la Muerte del Señor en la Cruz y llegamos a conocer su anhelo de que todos los hombres acojan las gracias que Él les alcanzó con su amarga Pasión y Muerte. La alimentamos al sumergirnos en el amor de nuestro Padre Celestial, que, en su propio Hijo, nos regaló lo que más ama. La santa inquietud crece cuando conocemos más a profundidad el amor de la Virgen por Dios y por nosotros, y al comprender su gran dolor cuando los hombres no escuchan a su Hijo. Puede volverse aún más apremiante al entender la situación apocalíptica que actualmente vivimos, y al percibir la destructora influencia del espíritu anticristiano en el mundo y en la Iglesia.
Así, el Espíritu del Señor puede despertarnos y el amor de Cristo apremiarnos hasta quedar totalmente llenos de esta santa inquietud. Esto sucederá aún más si avanzamos en el camino de la santidad y le permitimos al Espíritu Santo hacer a un lado los obstáculos que aún se interponen en su obra. Especialmente en aquellos que han puesto toda su vida al servicio de Dios y viven una vocación de entrega total a Él, este fuego puede arder hasta el punto de convertirse en una llama radiante que quiere iluminarlo todo y a la cual nada ni nadie puede extinguir. Así sucedió con el Apóstol de los Gentiles y, por supuesto, con María Magdalena, la “apóstol de los apóstoles” a quien hoy celebramos.