“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).
Para iniciar el nuevo año litúrgico, he querido subrayar una vez más la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo, para que a lo largo de todas mis meditaciones y conferencias en este año reluzca aquella estrella que guía e impulsa a la Iglesia a anunciar el Evangelio a todos los pueblos. Si dejase de hacerlo, ella negligenciaría el mandato misionero que el Señor le encomendó y caería en la irrelevancia. Pero el mandato que nuestro Señor Jesucristo pronunció antes de ascender al cielo seguirá vigente hasta el final de los tiempos, aunque sólo un pequeño remanente le permanezca fiel.
Como continuación de la meditación de ayer, citaré también hoy pasajes de la declaración “Dominus Iesus” del Cardenal Ratzinger –que posteriormente llegaría a ser el Papa Benedicto XVI–, con el fin de recordar el inmutable mandato del Señor a la Iglesia y no permitir que éste sea relativizado o incluso eliminado en aras de un diálogo interreligioso mal entendido.
En efecto, ¿cómo podríamos aprovechar al máximo el Tiempo de Adviento sino esperando la Fiesta de la Natividad de aquel que vino a redimir a todos los hombres? ¿Cómo podríamos emprender confiadamente el nuevo año sino tuviésemos la certeza de que Dios ofrece la gracia de la Redención a todos los hombres por medio de su Hijo Jesucristo?
Por ello, es importante que el anuncio del Evangelio sea liberado de todos los “fuegos fatuos” que se han introducido en él, que los fieles sean alimentados en las verdes praderas y advertidos y protegidos de los lobos que quieren hacerles daño. La Santa Iglesia Católica ha de resplandecer en toda la belleza que Dios le ha dado. Esto sólo podrá suceder si los fieles recorren el camino de la santidad bajo la luz de la verdad, sin acoplarse al espíritu del mundo.
La declaración del Cardenal Ratzinger en el año 2000, que corresponde a la auténtica y perenne doctrina de la Iglesia, es capaz de contrarrestar aquellas tendencias que pretenden relativizar el mandato misionero de Jesús a la Iglesia de anunciar el evangelio a todos los pueblos.
La fe en el Redentor de los hombres, Jesucristo, ha sido revelada por Dios. No es producto de la sabiduría religiosa de los hombres, de modo que no puede comparársela con otras experiencias religiosas. Tampoco es mérito del hombre, como si alguien hubiese descubierto la fe cristiana gracias a su propia investigación y conocimiento filosófico. Jesús mismo es, en su propia Persona, la verdad, y la auténtica fe es la verdad.
Por encargo de Dios, la Iglesia anuncia esta verdad que le ha sido confiada. Esta verdad está destinada a todos los hombres, sin excepción. Pero si colocamos la fe cristiana a un mismo nivel con otra religión, considerando, por ejemplo, el diálogo como un proceso abierto entre las religiones que están “en pie de igualdad”, ya habríamos llevado a cabo un proceso de relativización inadmisible, y hubiéramos ensombrecido la luz de la verdad revelada. A consecuencia, estaríamos privando a la otra persona de la posibilidad de examinar su propia experiencia religiosa a la luz de la verdad revelada, aparte de que nosotros mismos nos volvemos incapaces de discernir con autenticidad.
¡Las cosas espirituales han de ser juzgadas por Dios, y no por el hombre (cf. 1Cor 2,11)!
Vemos, pues, que en la declaración “Dominus Iesus”, partiendo de la verdad de la fe cristiana, se hace frente a una falsa apertura en el diálogo interreligioso. El mandato misionero de Jesús es tan claro e inequívoco que el diálogo con las otras religiones sólo puede practicarse en la medida en que esté al servicio de la misión y tenga la intención de ayudar a las personas –sean de la religión o cosmovisión que sea– a entrar en contacto con el evangelio. Sin duda, la evangelización puede adoptar las más diversas formas y ser muy delicada. Por ejemplo, un judío practicante tiene una predisposición distinta que una persona cuyas prácticas religiosas son paganas. Pero en todo caso se aplica el mandato misionero de anunciar el evangelio “a toda creatura”.
Una diferencia decisiva que señala la declaración ‘Dominus Iesus’ entre la fe cristiana y las otras religiones es la así llamada “diferencia teologal”: el cristianismo no es el resultado de una experiencia religiosa interior o de reflexiones humanas, sino que es la fe revelada por Dios y, por tanto, tiene un carácter objetivo y vinculante. Dios mismo nos trazó el camino de la salvación y de la santificación enviando a su Hijo al mundo.
Si dejásemos de anunciar a Jesucristo como el Salvador de la humanidad, no sólo le seríamos infieles a Él, sino que también engañaríamos a los hombres, privándoles de los mensajeros que les traen la Buena Nueva: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: ‘Ya reina tu Dios’!” (Is 52,7).
Si dejásemos de anunciar a Jesucristo como el Salvador de la humanidad, las personas ya no escucharían estas palabras de profundo consuelo y esperanza que sólo Él puede decir plenamente de sí mismo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a os cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos” (Lc 4,18).
¡No podemos permitir que el anuncio del mensaje del Señor se aparte cada vez más de su esencia! Si esto sucediera, entonces en lugar de que las personas sean conducidas del valle del pecado a la clara luz de Dios, una sombra cada vez más densa se cerniría sobre el mundo y nosotros, como Iglesia, dejaríamos a los hombres a merced de su pobre condición.
Terminemos con una última cita de la declaración “Dominus Iesus”, en la que resuena la clara voz del Magisterio de la Iglesia sobre este tema:
“La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad». En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera». Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes. La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo — que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones.”
Con esta cita, cerramos este tema que hemos tratado el día de ayer y de hoy con la intención de fortalecer a nuestros oyentes para aferrarse a la verdad del evangelio y convertirse así en guías para que aquellos que buscan puedan encontrar al único que puede decir de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).