Sab 1,13-15;2,23-24
Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. Él lo creó todo para que subsistiera: las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni el abismo reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentaron sus secuaces.
En la lectura de hoy escuchamos hablar del esplendor de la Creación; o, mejor dicho, se nos muestra con cuánto amor creó Dios al hombre y todo lo que Él tiene preparado para nosotros. Es muy bueno que se nos recuerde esto, precisamente al estar confrontados a tantas formas de miseria en la vida humana.
En un himno propio del Tiempo de Cuaresma, hay un verso que dice: “Tú nos devolverás la belleza del primer día, cuando nos creaste a tu imagen.”
Aunque podamos lamentarnos de haber perdido la belleza e inocencia paradisíacas, no conviene que nos quedemos en ese lamento, porque Dios, en su bondad, ha hecho surgir una realidad aún más bella para el hombre. Por eso, la Iglesia canta en el Pregón Pascual aquella insondable exclamación: “¡Bendita culpa que nos mereció tal Redentor!” Aún más glorioso que la inocencia paradisíaca es el estado del hombre redimido, que se ha “revestido de Cristo”, como dice San Pablo (cf. Gal 3,27). ¡En Cristo hemos sido creados de nuevo; ha nacido una nueva criatura formada a su imagen!
En algunas escuelas de la mística, se nos enseña que, para crecer en la vida interior, tenemos que evitar el trato con las creaturas. Esta lección parecería contradecir a la lectura de hoy, en la que se nos dice que “las criaturas del mundo son saludables”. ¿Cómo podemos interpretar esta aparente contradicción?
Lo que quieren darnos a entender los maestros de la vida espiritual es que no debemos apegarnos de forma desordenada a las criaturas, porque así caeremos en un desorden espiritual. Las criaturas han recibido de Dios toda su belleza; y lo “saludable” en ellas viene precisamente de la presencia de Dios. Pero si no se reconoce este orden espiritual y se contempla solamente a la criatura en sí misma, se termina cayendo en confusión. Por ejemplo, si yo estoy tan apegado a una persona que ella llega a ser más importante en mi vida que Dios mismo, entonces ella se convierte en un ídolo, aun sin estar consciente de ello, porque está tomando el lugar de Dios en mi corazón.
En ese sentido, conviene pedir el don de ciencia, uno de los siete dones del Espíritu Santo. La ciencia nos enseña a reconocer que las criaturas no son nada por sí mismas; mientras que Dios lo es todo. Cuando este conocimiento se ha asentado en nosotros, seremos libres para experimentar la belleza y lo “saludable” de las criaturas, y habremos superado aquellos peligros –en lo que respecta al trato con ellas– que pueden ser un obstáculo en el camino espiritual.
¡Un gran enemigo de nuestra vida es la muerte!
A veces podemos sentir claramente la paradoja de la muerte, sobre todo cuando vemos cómo, en la flor de su juventud, una vida llega a su fin, de repente e inesperadamente; o, peor aún, cuando un niño tiene que morir en su tierna infancia. Pero el cuestionamiento acerca del sentido de la muerte es en sí mismo difícil de responder, pues ¿qué sentido más profundo podría tener que nosotros vengamos al mundo como seres también espirituales; pero que luego, cuando hemos alcanzado una cierta edad o incluso de forma prematura, tengamos que morir, y nuestra existencia parece quedar viva sólo en el recuerdo de los demás?
La lectura de hoy nos deja en claro que la muerte no era parte del plan originario de Dios para con el hombre. Precisamente porque hemos sido creados a imagen de Dios y Él es inmortal, parece aún más incomprensible la muerte. ¡Pero la fe nos da respuesta a este cuestionamiento tan esencial de todos los hombres! La muerte vino al mundo como consecuencia del pecado (cf. Rom 6,23), y el texto de hoy menciona con toda claridad al diablo como aquel cuya envidia abrió las puertas para la muerte. A partir de entonces, el veneno de la muerte está actuando y quiere arrastrar a los hombres a la perdición.
¡Pero Dios se apiadó de nosotros, y nos redimió a través de la Muerte y Resurrección de Cristo, que despliega su eficacia en nosotros cuando, en fe, acogemos el Evangelio!
El Espíritu Santo, que nos ha sido enviado por el Padre y el Hijo, ahora busca “desintoxicarnos”, purificándonos y sanándonos de todo el veneno de muerte que ha absorbido nuestra naturaleza caída: el veneno de la envidia, de la mentira, de la hipocresía, de la infidelidad, etc., pues todos ellos matan el alma.
Dios no abandonó al hombre cuando éste se apartó de Él; sino que recorrió junto a él el camino de la muerte, cuando su propio Hijo se hizo hombre y cargó sobre sí mismo nuestra muerte para alcanzarnos la salvación. Ahora, en Cristo, todo es creado de nuevo, y la muerte se convierte en un tránsito hacia la gloria de Dios. Al final de los tiempos todo será conducido al orden divino, y la luz y las tinieblas serán separadas de una vez y para siempre.
Para los impíos, en cambio, será ya muy tarde cuando se encuentren frente a Dios y no se hayan apartado de sus malos caminos. Oremos intensamente para que los hombres respondan a la gracia de Dios; para que descubran el sentido de su existencia y no lo pierdan o, peor aún, lo perviertan.